«Notó Augusto que algo insólito le ocurría a su amigo Víctor....
»—Víctor, algo te pasa...
»—Sí, hombre, sí, me pasa una cosa grave. Y como necesito desahogo... te lo contaré.... Ya sabes, Augusto, que me tuve que casar muy joven...
»—¿Que te tuviste que casar?
»—Sí.... Nos casaron nuestros padres, los míos y los de mi Elena, cuando éramos unos chiquillos.... Se enteraron de un desliz nuestro, que tuvo su cachito de escándalo, y sin esperar a ver qué consecuencias tenía, o si las tenía, nos casaron.
»—Hicieron bien.
»—No diré yo tanto. Mas el caso fue que ni tuvo consecuencias aquel desliz.... En lo que menos pensábamos era en constituir un hogar. Éramos dos mozuelos que vivían juntos haciendo eso que se llama vida marital. Pero pasó el año, y al ver que no venía fruto empezamos a ponernos de morro, a mirarnos un poco de reojo, a recriminarnos mutuamente en silencio. Yo no me avenía a no ser padre. Era un hombre ya, tenía más de veintiún años, y francamente, eso de que yo fuese menos que otros, menos que cualquier bárbaro que a los nueve meses justos de haberse casado, o antes, tiene su primer hijo..., a esto no me resignaba.
»—Pero, hombre, ¿qué culpa...?
»—Y, es claro, yo, aun sin decírselo, le echaba la culpa a ella y me decía: “Esta mujer es estéril y me pone en ridículo.” Y ella, por su parte, no me cabía duda, me culpaba a mí, y hasta suponía, que sé yo...
»—¿Qué?
»—Nada, que cuando pasa un año y otro y otro y el matrimonio no tiene hijos, la mujer da en pensar que la culpa es del marido, y que lo es porque no fue sano al matrimonio, porque llevó cualquier dolencia... El caso es que nos sentimos enemigos el uno del otro; que el demonio se nos había metido en casa. Y al fin estalló el tal demonio y llegaron las reconvenciones mutuas y aquello de “tú no sirves” y “quien no sirve eres tú”, y todo lo demás.... Pero curé de aquello... volví a mi mujer y nos calmamos y resignamos. Y poco a poco volvió a reinar en casa no ya la paz, sino hasta la dicha. Al principio de esta nueva vida, a los cuatro o cinco años de casados, lamentábamos alguna que otra vez nuestra soledad, pero muy pronto no sólo nos consolamos, sino que nos habituamos. Y acabamos no sólo por no echar de menos a los hijos, sino hasta por compadecer a los que los tienen.»1
¡Qué cambio de actitud tan radical el que tienen Víctor y su esposa en este capítulo de la novela titulada Niebla del ingenioso escritor español Miguel de Unamuno! Comienzan tratándose como enemigos, culpándose el uno al otro de ser estéril y, por lo tanto, de no poder tener hijos, y acaban «no sólo por no echar de menos a los hijos, sino hasta por compadecer a los que los tienen». Lo cierto es que hicieron bien al «curarse de aquello». Por una parte, no se gana nada con culpar al otro de algo que no puede remediar ni de lo que no tiene culpa alguna, y por otra, el aceptar lo que no puede cambiarse contribuye a la salud emocional de los dos como también del matrimonio. Además, según San Pablo, es cuando somos transformados mediante la renovación de nuestra mente, es decir, cuando comenzamos a pensar de un modo diametralmente distinto a lo habitual, que podemos comprobar cuál es la voluntad de Dios para nuestra vida.2
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