El abuelo sufría de Alzheimer desde hace, más o menos, doce años. Hace
cinco murió la abuela, y desde entonces tres de sus nietos, Pablo, José
Luis y yo, nos turnábamos para estar con él. Decidimos que cada uno se
ocupara de él cuatro meses del año. Nos pareció insensato castigar a
nuestro abuelo con una residencia itinerante en cada uno de nuestros
hogares, y decidimos que seríamos nosotros quienes nos trasladáramos a
su casa. Vivía en El Pedroso, en una casa heredada de un tatarabuelo
nuestro que había sido minero. A finales del siglo XIX, cientos de
personas emigraron a la Sierra Norte de Sevilla, atraídos por el
floreciente negocio de la extracción del cobre.
Cuando
la mina cerró, en 1948, mi bisabuelo, también minero, estaba casi a
punto de jubilarse. Por entonces, mi abuelo había aprendido el oficio
de panadero en la única panadería del pueblo. El titular de la tienda
murió el 8 de abril y él tomó las riendas de aquel modesto negocio.
Trabajaba de sol a sol, y sólo gracias a su tesón sobrevivió el
establecimiento, muy afectado por la emigración que había sobrevenido
tras parar la mina su actividad.
Se casó joven, como todo los de
allí, con la hija de un pastor. Y tuvo hijos muy pronto, cinco en
total. En las duras conciciones en las que vivían, acabaron
sobreviviendo sólo dos: mi padre y mi tío Fermín. Emigraron los dos,
primero a Sevilla y luego a Argentina. Yo nací en Buenos Aires el 12 de
abril de 1974. A muy corta edad supe de mis orígenes, y comprendí que
mi padre, aunque nostálgico, se sentía tan argentino como mi madre.
Acabó tan integrado en su nuevo país que ni por un instante se le pasó
por la cabeza la idea de regresar a España. Pero el terror de la
dictadura de Videla nos obligó a volver a Sevilla. Yo tenía entonces
cinco años y sufrí el proceso inverso al de mi padre. Tan entusiasmado
estaba en España que ni con una camisa de fuerza me hubieran sacado de
allí. Estudié Medicina en Madrid. El día que finalicé la carrera llamé
a mi padre para compartir la buena nueva. Consiguió hacerme agridulce
aquel día: me dijo que ya podía valerme por mí mismo, que había soñado
cada día con volver a Argentina y que ya era hora de cumplir sus deseos.
Mi
tío se fue con él. Al año de su marcha, yo comencé a ejercer en La
Residencia, en Sevilla, como otorrino. Mi primo Pablo era ya un
psicólogo de cierto renombre en Málaga y José Luis se había hecho con
una posición envidiable gracias a la regencia del restaurante argentino
más valorado de Madrid. Nos casamos, tuvimos hijos, casi fuimos felices.
Como
quiero ser ineludiblemente sincero, diré que casi habíamos olvidado a
nuestros abuelos. Alguna llamada formal al año por Navidad, y poco más.
En fechas señaladas viajábamos a la Argentina, y sentíamos a los
abuelos como una referencia lejana, querida pero como fuera de tiempo y
lugar. Yo, en particular, los había visto tres veces, ya mayor, y tenía
orgullo por ellos, pero quizá no me sentía vinculado. A veces los hilos
de la historia se rompen y por mucho que intentemos no sentimos lo
nuestro como nuestro.
Por eso, el día que papá me llamó para
decirme que el abuelo tenía Alzheimer no sentí aquello como propio. No
me malinterpreten: pensaba en ello cada hora, diría que constantemente,
pero no me dolía. Me descolocaba tanto aquello que sentía
remordimientos por no sufrir. Sentía necesidad de sentirme mal, de
soltar alguna lágrima. Pero no. Mis abuelos era gente a quien había
visto unas pocas veces y que, muy a mi pesar, no pertenecían al círculo
de mis afectos verdaderos.
Mi abuela murió el 14 de diciembre de
2003. Llovía a raudales el día de su entierro. Sólo estabamos Pablo,
José Luis, algunos viejos del lugar, mi abuelo y yo. Mis padres y mis
tíos no pudieron viajar porque la crisis en Argentina los había dejado
secos. Mi abuelo, por supuesto, no sabía quién había muerto, ni por qué
estaba en el cementerio, ni quiénes éramos nosotros. Sólo acertaba a
sonreír cuando lo besábamos o le atusábamos su ya escaso cabello. A mí
la situación me producía un extraño efecto: mezcla de miedo y ternura.
Mejor que miedo, diría otra palabra, pero no la encuentro por ningún
sitio.
Mis primos y yo acordamos cuidarlo. Nuestra holgura
económica podía permtirlo y resolvimos hacerlo. No quisimos contratar a
nadie, porque hacerlo nosotros mismos era una forma de enlazar el hilo
que se había roto. Yo me juré que, cuando ocurriera, tenía que dolerme
su muerte.
El verano pasado sufrió un infarto y el médico nos
dijo que no le quedaba mucho tiempo de vida. Desde entonces fue en
silla de ruedas. A pesar de haberlo cuidado, de forma intermitente,
durante cinco años, nunca sentí plenamente mi vínculo estrecho con él
hasta dos semanas después de aquella fatídica predicción. Lo vi sonreír
por primera vez en años cuando vio en televisión un documental sobre
delfines. Entonces lo vi claro y me pusé en acción.
Me costó
sacarlo de su silla de ruedas e introducirlo en el asiento trasero del
coche. Llamé a mi mujer para invitarla a hacer el viaje y la recogí en
Sevilla. Llegamos a la playa de El Rompido sobre las siete de la tarde.
Bajé a mi abuelo del coche. ¡Qué trabajo me costaba empujar la silla de
ruedas sobre la arena! El abuelo estaba desconcertado. Tenía los ojos
azules. Debían haber sido bellísimos en el pasado, pero ahora tenían el
tono acristalado de los ojos de un anciano. Vidriosos. Subimos una
pequeña cuestecilla y a los tres, a mi mujer, a mi abuelo y a mí, nos
sobrevino la mar. Estaba a punto de anochecer y hacía verdadero viento.
En la hora escasa en la que nos quedamos contemplando aquel azul, nadie
dijo nada. Fue la hora muerta más viva de toda mi vida.
Al día
siguiente, murió. Le dije a mis primos que, al ver el mar, se dio
cuenta de que ya había cumplido en la vida y decidió que había llegado
su hora. Ya sé, es una explicación poética. Pero, poética o no, es la
verdad.