La tarde decaía en sombras, llevándose en ella un sol moribundo por detrás de los plátanos, dejándole lugar a una luna redonda y grandota colgada de los alambres mientras crecía de a poco y se trepaba a un cielo calmo y transparente de azules y plata.
Era tarde cuando el niño salió de la casa con su morral, desandando sus pasos por senderos de arena hasta la playa, a esa hora cuando la noche se adentra en la inmensidad de los silencios, y sólo el mar deja susurros agudos sobre la arena acariciada por la blanca espuma para partir después de cada envestida.
Siempre ha sido igual, pensaba el niño, mientras observaba el lejano infinito por detrás de la distancia. Sentado en la arena, contemplaba inmóvil la curvatura nocturna de la noche, extasiándose de horizontes y cielo.
En la casa, el padre preguntaba por la ausencia del niño.
- ¿Dónde está el muchacho, mujer?
La madre, sabedora de regresos, alentaba a la calma al viejo padre, temeroso de dolores.
Al día siguiente, ni bien se recostaban las sombras de las últimas luces de la tarde, el muchacho, morral al hombro, volvería a partir. Nuevamente, las preguntas y las mismas repuestas.
-¡Tú lo conoces! - alegaba con firmeza la madre a las pregunta inquisidoras del padre- Debe estar por allí en la playa, sentado frente al mar, déjalo, ya vendrá, no temas viejo, ya volverá
Se callaban las voces, y los ojos abiertos esperaban el regreso.
Sigiloso, entraba el joven y dejaba su enigmática carga a los pies de la cama y se entregaba al placer de pensar y de trascender en el espacio reservado a los sueños. La mañana siguiente esperó el padre a que el pequeño despertase; intrigado quería saber de lo que el niño no daba explicaciones.
- ¡Ven siéntate! Tienes mucho que explicarnos a tu madre y a mí.
Echó el niño una mirada a su alrededor y esperó a que la madre apareciera trayendo el desayuno. Después de verse en los ojos de la madre, descubriría un dejo de complicidad. Fue entonces que decidió explayarse y comenzó diciendo.
- Nada malo padre, nada de que tengas que temer.
El padre no interrumpió. Ansioso de detalles, esperaba al niño detrás de cada pausa en que de sorbito bebía, ya el frío café.
- Mire padre, solo junto cosas - explicó el hijo sin temores
- ¿Qué es lo que juntas niño, para pasar tantas horas lejos de casa?
- Pequeñas cosas, están en mi morral.
Intentó el pequeño ir por ellas y lo detuvo el padre.
- Sólo de noche es cuando puedo juntar todo cuanto quiero, aseveró con firmeza el chico, esperando ser comprendido.
- ¿Cómo es eso? - dijo el padre asombrado.
- He cosechado estrellas encendidas, luciérnagas sedientas y descarnadas caracolas perdurando tiempos, y peces de grandes alas, trapecistas de algas y nieblas.
Miraba el padre a la mujer. Ella, encogiéndose de hombros, acompañó incrédula y asombrada las dudas de su esposo mientras ponía paños fríos a los desvaríos del niño. Luego, preguntó el viejo con cariño y ternura en la voz.
- ¿Qué más tienes en tu morral, pequeño?
- Pétalos de rosas desechas.
- - ¿Sólo pétalos? Interrogó el padre esperando por más.
- No es sólo eso. Tengo coronas y rosas tiradas al mar, astillas de proas y algunas hilachas de sumergidas velas. Guardo campanas, faros y trenzas de múltiples colores y escamas doradas de bellas sirenas que han prometido en esta noche dejarme su canto.
- Bueno, ¡conque esas tenemos! - murmuró el padre, alargando su voz, tratando de tomarse su tiempo para esclarecer dudas.
La madre sonrió y fue hasta el hijo; éste, al verla llegar, se abrazó a su falda, y en lastimero ruego pidió.
- ¡Déjame ir madre, esta noche guardaré en mi morral todo cuanto espero!
Asintieron los dos, el padre con la promesa de acompañarlo, la madre, ya más segura, aplaudió el compromiso con alegría.
Llegó la noche y los dos hombres partieron hasta la playa. El padre ansioso esperaba sentado en la orilla sobre las raíces expuestas de los tamarindos. El niño, no lejos de allí, aguardaba mirando el mar. Desde su lugar preguntó el viejo si faltaba mucho. Hizo el niño callar al padre y se adentró al mar. Parado en la escasa profundidad de la costa, el niño esperó el canto de las sirenas. Se hizo el silencio. Le pareció oír voces, corrió hasta la playa en la búsqueda de su morral. El padre, al verlo envuelto de expectativas, llegó hasta el hijo que abría los ojos ante la belleza que su alma retenía para premio de sus sueños.
El mar dejó escapar un quebrado quejido en el avasallar de olas sublevadas; encrespando marea, se agitaba desde sus profundas entrañas de sales. La luna pestañó en un titilar de breve tiempo. De repente, empequeñeció y dio paso a una nube errante oscureciendo el mar mientras desde el cielo escapaban, como una bandada de pájaros libres, millones de estrellas que caían al mar poniendo perlas de oro sobre el lecho de espuma.
El pequeño, con la cara salpicada de sales y siglos, cerró su morral y sus ojos, después, respiro aliviado y pleno.
- Ya está papa, dijo el hijo, invitando al padre a seguirlo.
De regreso a la casa, nada se comentó. El padre aturdido de dudas y asombro prefirió callar. El joven no dijo más y devolvió el morral al lugar desde donde velaba por éste, en el insomnio, siempre alerta de nuevas expectativas.
Durmió muy poco el niño y al despertar avisó a su madre de un pronto regreso, alejándose, morral al hombro. Miró la madre al hijo y esperó hasta que se perdiera entre los sembrados. Al llegar la hora del almuerzo, trajo tranquilidad el regreso del pequeño que nada dijo y se escabulló en las tenues sombras de su pieza.
-¿Todos, ya en la mesa?- preguntó el padre, requiriendo la presencia del niño quien caminaba sobre los tréboles y las albahacas, entre la alfalfa y las espigas del trigal, persiguiendo palomas y jilgueros. Cuando parecía que el niño se reservaba la repuesta, dijo a su padre.
- Juntaba plumas para volar y encerraba en mí morral el canto de los pájaros para después liberarlos al viento. Andaba recolectando frágiles panaderos para saber de dónde sopla y silba el viento, perseguía grillos de agudas voces para avisar de partidas y de regresos.
El padre, ya sin sorpresa preguntó.
- ¿Y qué más has traído en tu morral?
- Alguna que otra gota de rocío para las bocas ansiosas de palabras y besos, algunas alas de moribundas mariposas atrapadas en la tela de arañas para conocer de la muerte; también, he juntado rojos duraznos y maduras uvas para embriagarme de colores y abocados vinos, un puñado de hojas ocres y secas para describir el otoño. Pedacitos de escarchas para sentir los inviernos, ramas de canela y de aromado azafrán. También traigo de mi viaje trozos de leña para el hogar para guardar la inmensidad del amor de ustedes, en la tibieza de los tiempos.
Lagrimeó el viejo, escondiendo su emoción entre el delantal de la mujer que lo retenía cerca de su pecho. Partió el niño a su soledad. Cuando se encontraban solos en la mesa, el viejo preguntó.
- ¿Qué le pasa a nuestro hijo, mujer? ¡Dímelo tú! ¡Yo, ya no entiendo nada!
Bostezó de aturdimiento la madre y con ensayada calma hizo saber al esposo de la presunta locura de su hijo.
- ¿Es que no vas a darte cuenta? ¿Estás tan ciego que de miedo no te atreves a preguntarle a tu hijo de sus males?
- No me vengas con esas, de que ustedes las madres saben más de ellos que nosotros los padres que siempre andamos por allí siendo los últimos en enterarnos. ¡Vamos mujer! Dime, ¿qué le pasa a nuestro niño?
Calló la madre y el viejo se incomodó.
- Paciencia -dijo la mujer. ¡Qué nadie se muere de esos males!
- ¡Anda, y cuéntame! - apuró el padre.
- ¿Sabes tú, lo que a tu hijo le sucede? - respiró profundo la madre y tomó su tiempo.
Ansioso el viejo abría los ojos y la boca como un pavo.
- ¡Bien, siéntate! - dijo la madre.
Tomó la mano la mujer del esposo confundido y, casi con alegría, se dirigió al viejo que ya no soportaba más el silencio.
- Viejo, nuestro niño es feliz, está lleno de cosas que ni tú ni yo podemos explicarlas. ¿Sabes? Creo yo que en este mundo, en donde a nadie le importa las palabras, la poesía y menos a un atreverse a soñar, nuestro niño es diferente, dijo con énfasis mientras el dolor la estremecía.
- ¡Deja ya de dar más vuelta y dímelo! - sentenció el padre ya con disgusto ¿Sabes lo que le sucede al muchacho? - preguntó la madre.
- ¡Anda, y de una vez por todas larga lo que guardas! - pidió, ofuscado el padre.
- Ponte contento viejo, a nuestro hijo no le sucede nada… ¡Nuestro niño es poeta!
ROLANDO PÉREZ BERBEL