Las tejedoras de la guillotina fueron un extremo grotesco de la mujer en los avatares de la revolución francesa, un fenómeno tétrico de aquellos tiempos de cambios en las ideas, de fiebres en las acciones.
Las hijas de la miseria como eran conocidas, practicaban los más diversos oficios, desde limosneras hasta prostitutas, y todas eran de los bajos fondos de la ciudad, de los suburbios más comprometidos con el crimen, tal vez por eso su actitud tan indolente ante la vida, tan insensible ante la muerte, demostrada por sus perversidades en todas las manifestaciones de sus actos en la época del terror.
Las tejedoras eran mujeres que sin ser violentas metían miedo por sus desmanes, por sus aspectos, y sobre todo por sus costumbres de seguir los vaivenes de la guillotina por los distintos puntos de París, donde ocupaban los primeros bancos para tejer mientras esperaban “La comida de Luisita” que era el nombre popular de los condenados que llegaban en la carreta verde que transportaba a los prisioneros para ser ajusticiados, o para “estornudar en el cesto” que era la otra manera de la época de llamarle a los guillotinados por “el hacha nacional”.
Alguien en ese tiempo las describía como:
“Hembras maquilladas, macizas y espesas con una mirada más dura que la de un toro”
En fin…eran las incansables contempladoras de las ejecuciones, de las que aullaban tras la caída de cada cabeza, y sentían placer y mucho orgullo en ser llamadas “Las tejedoras de la guillotina”
Ahora mi poema...
Marcharon al escarnio en ese oscuro
motivo de ser parte de la escena
como una aberración donde lo impuro
del alma se gozaba con la pena.
Con el dolor ajeno en esa andanza
de risas tras la angustia y el suplicio
macabra reacción de aquella hornaza
de arpías que abortaba el precipicio.
Eran estigma y eran el recodo
de rotas ilusiones tras el vino
para lanzar el mugre contra todo
para arrastrar su honor al torbellino.
Salieron del hedor de la guardilla
del fondo de los odios con prestezas
para danzar caída la cuchilla
para contar felices las cabezas.
Eran la rabia abierta y pervertida
las hijas de un furor en esa alianza
de la hez, del espanto y de la herida
de un siglo que clamaba por venganza.
Tropa de jacobinas y de ociosas
de impúdicos conceptos donde enlaza
la mente retorcida en las pasmosas
maneras de ver sangre en cada plaza.
Hasta llegar el fin para ese exceso
terrible y femenino que mancilla
la humana realidad frente al suceso
de aquella morbidez de pesadilla.
Ernesto Cárdenas.