Piotr Ermakov sobre el lugar donde fueron enterrados los Románov – Foto: Dominio Público
La carnicería fue cometida en torno a la medianoche del 17 de julio de 1918 en un escenario magro y vacío, un cuarto de seis metros por cinco del semisótano de la Casa Ipatiev. Con la excusa de un nuevo traslado de residencia y, antes, de una sesión de fotografía, habían llevado a la estancia a los siete miembros de la familia real, junto con el personal que se negó a abandonarlos: el médico personal de Nicolás II Yevgueni Botkin; Anna Demidova, asistenta personal de la zarina; el criado Trupp y el cocinero Kharitonof.
Nadie entre las futuras once víctimas apreció rareza alguna en que habían picado el estuco de la pared ante la cual les ordenaron agruparse. Se trataba de una medida de prudencia para evitar que el posible rebote de las balas hiriese a los verdugos.
El pelotón, que aguardaba con las bayonetas caladas en una habitación anexa, estaba compuesto por doce hombres, siete de ellos exsoldados húngaros. A cada uno se le asignó de antemano una víctima, pero dos se negaron a disparar contra mujeres. También, armados y borrachos, estaban presentes los comisarios políticos de confianza de Lenin: Yurosvski —que pidió ser el ejecutor del zar—, Goloshchokin y su asistente, Piotr Ermakov, el único de los participantes que se arrepintió en público de lo que sucedió aquella madrugada.
El zar fue el primero en morir, tras un certero disparo en la cabeza del revolver de Yurosvski, que también se encargó de matar a la zarina —de un tiro en la boca—. En segundos, los fusileros realizaron una descarga cerrada sobre el resto de la familia. Las hijas, que llevaban corsés apretados en los que escondían joyas —una garantía en caso de huída rápida—, no murieron de inmediato y fueron rematadas a bayoneta.
El tsesarévich sobrevivió a la primera descarga y cayó asesinado, con dos disparos a la altura del oído, por Yurovski, que se encargó de la ronda de remate de moribundos. La sirvienta, que no había sido alcanzada por la primera descarga, fue perseguida dentro de la habitación y rematada a bayonetazos. A la mascota de la gran duquesa Tatiana, un perrito faldero, la mataron de un disparo.
Llevaron los cadáveres en camiones a una mina abandonada y, al día siguiente, los incineraron y quemaron con ácido. Un par de historiadores localizaron la fosa en 1979, pero la noticia fue silenciada durante diez años. Los restos de Anastasia y Alexis no fueron localizados hasta 2007. Todos los cuerpos han sido identificados por pruebas de ADN y están sepultados en un mismo nicho en la Catedral de San Pedro y San Pablo de San Petersburgo.
Las princesas Románov, retratadas en torno a 1906 – Foto: Dominio público
En el solar que ocupaba la Casa del Propósito Especial Ruso, cuya demolición ordenó en 1977 Boris Yeltsin cuando era primer secretario de la región, fue construida la Iglesia sobre la Sangre, un templo para honrar la memoria del último zar y su familia.
En 1981, la Iglesia Ortodoxa Rusa en el exilio canonizó a todos los integrantes de la familia Románov. Entre las razones para declarar santa a la familia regente de un imperio de corte medieval en el siglo XX, dicen que Nicolás II aceptó con “resignación y docilidad” el “martirio”. En 2008, el Tribunal Supremo de Justicia de la Federación Rusa actuó desde la esfera civil con idéntica tolerancia irreflexiva: rehabilitó al zar y su familia, considerando que todos ellos fueron “víctimas de la represión política bolchevique”.
No se tiene noticia de que hayan sido igualmente reparadas las memorias de los descendientes de los 1.400 muertos en la Tragedia de Khodynka, los 200 del Domingo Sangriento, los varios miles de los progromos antisemitas o la esclavitud del 80% de la población de un imperio de casi 130 millones de habitantes doblegada por la ley de “despellejados, quemados, hervidos, asados y rotos” desde Iván el Terrible hasta Nicolás II. El primero, por cierto, era el “zar favorito” de Stalin, que aprendió tan bien las lecciones sobre el sometimiento de los vasallos a través de la ferocidad más ciega que se convirtió en el mayor asesino de masas de la historia —20 millones de cadáveres solamente en la década de los años veinte, la primera sin monarquía en Rusia, y otros entre 30 y 40 millones durante en el resto de su tiránico mandato—.
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