UN DÍA CUALQUIERA ( y 3ª parte)
Ella llevó las manos a su barbilla y le hizo levantar la cara para mirarlo a los ojos. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Muchos cielos recorridos. Ojos verdes frente a ojos marrones.
- Te lo di todo. Confié en ti.
Con esas palabras el dolor volvió a visitarlo. Más agudo que nunca. El lejano piano se le clavaba en el pecho hasta lo más hondo, queriéndole recordar que seguía ahí.
- Lo se, tú no puedes ser de otra manera. Es tu virtud, lo que te hace única, pura. Yo no te di nada. Te defraudé – volvió a llorar, las lágrimas volvieron a recordar su camino – Incluso cuando volaste me seguiste dando todo, me enseñaste todo lo que necesitaba. Me diste mi propio cielo sin nubes, me diste mi propio ser, mi reencuentro con los míos, con los que me dieron la vida. Incluso con tus alas marchitas por mí, me lo diste todo. No se puede ser más grande… eres increíble mujer de ojos verdes. – Él tomó su mano y la besó en el dorso – Me hiciste feliz. Me devolviste la confianza en el mundo y en la gente. Conseguiste quitarme mi velo huraño, mi perpetua negativa a todo. Me diste un hogar, yo. Me enseñaste que yo soy mi hogar, y que los míos están allá donde yo esté – posó la mano es su mejilla – pero era tarde para nosotros. Era tarde para nuestro hogar, el tuyo y el mío. Era tarde para seguirte volando y darte lo que me pediste en su día, lo que al fin era capaz de dar gracias a ti, gracias a lo que me enseñaste. Por aquel entonces ya querías volar sola y yo no podía alcanzarte.
Ella miró por la ventana al cielo gris, a las nubes que se habían parado al no tener la atención de su dueño.
- ¿Por qué entonces te encuentro de nuevo jugando con las nubes? Tapando apresuradamente el cielo que te di.
Él la miró avergonzado. Le asustaba lo que ella pudiera pensar.
- Bueno, el cielo es tan hermoso que siempre me recuerda a ti. A veces duele tanto que no puedo seguir mi propio vuelo y tengo que bajar aquí y buscar mis viejas hojas incorrectas y mi pluma seca que ya se niega a escribir bajo el mandato de estas manos cansadas, y sin quererlo, o quizá si, me encuentro de repente con un cielo gris lleno de nubes. Y así paso la tarde, esperando. Esperándote. Pero no te asustes, es solo un alto en el camino. Mañana se habrán ido y de nuevo usaré el regalo que me diste. Desplegaré las alas, mis propias alas, y emprenderé de nuevo el vuelo hasta el próximo día en el que vuelva a doler y otra vez tenga que bajar a revolver en mi memoria como un niño travieso. No es nada.
Ella volvió a mirarle a los ojos. Ojos verdes frente a ojos marrones, desembocando ambos en lágrimas que viajan por caminos aprendidos con el paso de los años. Deslizándose hasta el borde del abismo de sus mejillas, perdiéndose en las comisuras de unos labios en los que habían grabado a fuego un último beso.
Y así permanecieron.