Allí, donde las palabras no pesan en mi alma. Allí quiero ir. Donde el vacío te arropa y te mece constantemente, acunándote en sus firmes, pero cariñosos, brazos. Se enfría la tierra y se calienta el agua. El aliento es un espectro más de los aromas que penetran por las fosas nasales.
Allí, es donde quiero estar. Donde mi mente no tiene una carga que soportar. Donde las ideas y los pensamientos se superponen unos con otros formando una realidad pasajera, alternativa, pero eterna.
Claramente no estoy en condiciones de buscar un camino. Elijo que el camino me encuentre a mi. Donde la sombra encuentra alimento todos los días. Donde la luz es apenas un recuerdo de un amanecer largamente esperado. Allí, estaré yo.
¿Es este mi destino? Mi camino me recorre de los pies a la cabeza. Me pisotea y me endurece, aunque nunca lo miro a la cara. Siempre la mirada gacha. Siempre bajando la cabeza. El entrecejo fruncido y la boca torcida. Barba de yo que sé cuantos meses y ojeras del tamaño de una almeja. Un vagabundo en su propia casa. Un presidiario de las cuatro paredes de su habitación. Ese habitáculo que cada minuto que pasa se cierra cada vez más. Con las puertas abiertas y sin rejas en las ventanas. Preso del mundo, preso de mi, preso de todos.
Con la certeza de saber quién es el culpable, y la certeza de saber que no será condenado. No hay delito, no hay pena. Asesinado poco a poco por él mismo, suicidado en vida. Muero la vida, vivo la muerte. Un espíritu amargado por un deber cruel y agónico. La oscuridad es el principio. Todo es oscuro. La luz no llega.
Una razón, sólo una maldita razón, y termina. Lo más mínimo sirve para despertar la autoconciencia y apagar la autocompasión. Lástima. Todo lo que no se ve se niega. No se puede renacer, sólo volver a arder. Y en las cenizas sólo queda llanto y agonía.
Allí, entre las cenizas del nuevo sufrimiento, allí quiero ir. Renacer y volver a sufrir para poder probar que vivo, y que muero.
No sé nada. Soy como un bebé recién nacido, que llora para probar que existe y vive.
Vida muerta, muerte viva.
Allí... Allí, es donde quiero estar.
Allí, es donde quiero estar. Donde mi mente no tiene una carga que soportar. Donde las ideas y los pensamientos se superponen unos con otros formando una realidad pasajera, alternativa, pero eterna.
Claramente no estoy en condiciones de buscar un camino. Elijo que el camino me encuentre a mi. Donde la sombra encuentra alimento todos los días. Donde la luz es apenas un recuerdo de un amanecer largamente esperado. Allí, estaré yo.
¿Es este mi destino? Mi camino me recorre de los pies a la cabeza. Me pisotea y me endurece, aunque nunca lo miro a la cara. Siempre la mirada gacha. Siempre bajando la cabeza. El entrecejo fruncido y la boca torcida. Barba de yo que sé cuantos meses y ojeras del tamaño de una almeja. Un vagabundo en su propia casa. Un presidiario de las cuatro paredes de su habitación. Ese habitáculo que cada minuto que pasa se cierra cada vez más. Con las puertas abiertas y sin rejas en las ventanas. Preso del mundo, preso de mi, preso de todos.
Con la certeza de saber quién es el culpable, y la certeza de saber que no será condenado. No hay delito, no hay pena. Asesinado poco a poco por él mismo, suicidado en vida. Muero la vida, vivo la muerte. Un espíritu amargado por un deber cruel y agónico. La oscuridad es el principio. Todo es oscuro. La luz no llega.
Una razón, sólo una maldita razón, y termina. Lo más mínimo sirve para despertar la autoconciencia y apagar la autocompasión. Lástima. Todo lo que no se ve se niega. No se puede renacer, sólo volver a arder. Y en las cenizas sólo queda llanto y agonía.
Allí, entre las cenizas del nuevo sufrimiento, allí quiero ir. Renacer y volver a sufrir para poder probar que vivo, y que muero.
No sé nada. Soy como un bebé recién nacido, que llora para probar que existe y vive.
Vida muerta, muerte viva.
Allí... Allí, es donde quiero estar.