Rosa se había casado enamorada y había formado una bonita familia. Su
vida, vista desde fuera, era de esas envidiables. Su marido ganaba dinero
regentando una plaza de toros de 2ª categoría; para él, los toros eran su vida.
Rosa criaba a sus hijas. Todo bienestar, paz, armonía. Pero como en una cogida
de un toro aparentemente manso, de esos de los que te fías, como diría el
marido de Rosa, la vida les dio la voltereta. Primero él, al que casi se le
lleva una neumonía; luego las reses, una mini-ganadería, que se abrasó una
noche, quedando convertida en cenizas. El dinero no entraba pero Rosa sonreía;
le gustaba su trabajo, le gusta repartir cariño y sonrisas. Siempre tan
nerviosa, tanta prisa, no le dejó hacer caso de aquel dolor de cabeza que se le
implantó en la cabeza desde hacía varios días. Las arterias cerebrales que no
entienden de bondad, no perdonan a las buenas personas y no perdonaron a Rosa,
estallando en su cerebro, para dejarla postrada, para dejarla a medio camino de
la tierra y el cielo.
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