Joaquín abría lentamente sus ojos, los despegaba después de horas de sueño, el fuerte frío de la madrugada lo despertaba y asimilaba el rostro que tenía justo enfrente de él. Era su mujer, con un rostro más pálido que de costumbre, esta lo miraba directamente. La obscuridad no le dejaba ver con claridad sus facciones, solo la luz de la calle que se introducía por la ventana le permitía advertir que era su esposa. -Viejo, oigo ruidos abajo, ve a ver… Joaquín, ¡que te despiertes! De mala gana el hombre se levantaba lentamente, gruñía palabras inentendibles y a tientas buscaba en la obscuridad los pantalones que había tirado sobre la caminadora antes de dormir, sentía por encima de sus piernas la fresca tela de su prenda mientras se los ponía; siempre su mujer actuaba como paranoica con cualquier ruido, -“esta es una más de esas”- pensaba Joaquín con desagrado. -Te juro viejo, que esta será la última vez que te molesto, pero ve a ver. Se oyó un trancazo en la cocina y como si se rompiera una taza. Joaquín asentía, desde que su esposa se accidentó viajando en un taxi, sufría constantes desmayos, sus nervios se habían vuelto más crispantes, tenía ya más de una semana sin sufrir desvanecimientos, pero su histeria había ido en aumento, siempre en las noches se despertaba agitadamente y su marido era el que tenía que interrumpir su descanso para tranquilizarla. Joaquín salía de la alcoba con rumbo a la cocina, su mujer le decía desde la cama: -Dios te bendiga viejo, te amo. El hombre apretaba labios y parpados, como si quisiera encerrar palabras inapropiadas y gestos descorteces; avanzaba con pasos lentos hacia donde su mujer le había indicado, el frío de su alcoba parecía seguirle pues un escalofrío recorría la columna de su espalda. Se acercaba a la entrada de la cocina, el miedo le hacía acortar su andar, deteniéndolo justo cuando sintió un líquido cálido bajo la planta de sus pies. “Café”- pensó Joaquín, el líquido sobre el piso era una alargada mancha que salía de la cocina, al acercarse más a la entrada, observó pedazos de porcelana esparcidos en derredor, y cerca de los trozos más grandes, se iba develando la figura de una mano, sus ojos desorbitados siguieron viendo al resto del cuerpo. Sobre el piso de la cocina, estaba una mujer con el rostro pálido y tieso, un infarto cerebral le había quitado la vida a la esposa de Joaquín, quien con un alarido de horror, alertaba a los vecinos de su macabro descubrimiento.
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