El capitalismo de las últimas décadas se ha manejado en el modo del vértigo. El capital desterritorializado, la revolución comunicacional, la conquista cultural planetaria de los norteamericanos, el aplanamiento mediático de las subjetividades y la “sociedad transparente” se hizo añicos. El mundo se globalizó en versión estadounidense. Luego, las Torres. Luego, la guerra de Irak. Y todo claro: la “guerra preventiva”, el “ellos o nosotros” de la administración Bush planteó la realidad tal como es: el Imperio es el Imperio y no habla dialectos, no respeta la autonomía de los “polos”, arrasa con las identidades nacionales, los Estados nacionales, la NATO, el orgullo europeo y las vidas iraquíes o las vidas de quienes se le opongan.
No hay política multipolar. El capitalismo es un sistema totalizador. Lo fue desde 1492, cuando nace, y lo es hoy, más que nunca, por medio de la gran revolución de este tiempo, que no es la del proletariado marxista, sino, otra vez, la del burgués conquistador: la comunicacional.
No hace mucho se vio en los diarios una foto (digámoslo suavemente) desagradable: siete ministros de potencias europeas reunidos para, entre otras cosas, representar ante la Argentina los intereses de los acreedores. Eran, sin más, empleados del capital financiero, virtual, desterritorializado, que gobierna el mundo. ¿Ese “polo” no es un “polo”? ¿Esos siete ministros eran lo multipolar o estaban “polarizados” por los intereses de la banca acreedora? Seamos claros: eran un enorme polo acreedor acorralando a un empobrecido, en tanto pequeño polo solitario y deudor.
El capitalismo debiera ser respetuoso con América latina. Nos “descubrieron” (es cierto: nos “descubrieron” para el capitalismo que fue, así, desde sus orígenes, globalizador, sistema-mundo) y el genocidio americano (que permitió incorporar a “esta” periferia al “progreso capitalista”) llegó a sumar decenas de millones de muertos. Y no tuvo (como tuvo Auschwitz) un Adorno para pensarlo, ninguna Escuela de Frankfurt lo señala como una “ruptura civilizatoria”, ningún Kafka lo prefiguró, no tuvo un Primo Levi, un Jean Améry, un Paul Celan, ninguna niña le escribió un “Diario”, describió la cotidianidad de su horror, porque hasta Ana Frank le faltó y, acaso, sobre todo Ana Frank. No le faltó el último filósofo urbano, no académico y, por lo tanto, prolijamente olvidado por la filosofía del Occidente de los papers, de las cátedras ilustres, del lenguaje y sus juegos infinitos, el Occidente académico donde la filosofía se ha refugiado, y donde agoniza. No le faltó Sartre. (“Sartre es uno de los últimos casos en los que la filosofía no estuvo en la Universidad, sino que estuvo presente en la ciudad. Alguien que está en las encrucijadas de la ciudad; de la vida política, de los periódicos. Es uno de los pocos casos y tal vez el último en la historia de la filosofía”, Jorge Alemán, Derivas del discurso capitalista, p. 11, 2003.) En un prólogo “maldito” al libro de un escritor “maldito”, en el prólogo al libro de Fanon, Sartre, A los europeos, ya que a ellos se dirige, les escribe: “Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los ‘continentes nuevos’ para traerlos a las viejas metrópolis (...) Puesto que el europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos”. Un pensamiento latinoamericano (tarea otra vez posible, insoslayable, que recupere para hoy a Alberdi, Mariátegui, Manuel Ugarte o Vasconcelos) hará de ese texto de Sartre un elemento de su corpus. No de otros: Sartre, en 1961, podía creer en una violencia humanizadora, liberadora. Nosotros no. Tanto conocemos a los asesinos, de tan cerca nos llegó su pestilencia, que el proyecto de nuestra autonomía, nuestro humanismo ontológico, nuestro ser-posibles, abomina de la violencia. Rebeldes, pero no asesinos. Si América latina tiene todavía que hacerse no se hará como se hizo Europa, “fabricando esclavos y monstruos”. Lo que hacemos con nuestras víctimas es lo que hacemos con nosotros, con nuestra condición moral, humana. “Nuestras víctimas (escribe Sartre) nos conocen por sus heridas y por sus cadenas (...) Basta que nos muestren lo que hemos hecho de ellas para que reconozcamos lo que hemos hecho de nosotros mismos.”
En cuanto a la cuestión interna de los países periféricos, lo que más reclaman los sectores de derecha es la “seguridad”. Sobre esto creemos que el Estado debe “poner orden” y garantizarlo pero sin demonizar al delincuente. Sin inhumanizar la represión del delito. Sin soltar los lobos, irresponsablemente. Una sociedad que entrega su destino a la policía termina siendo una sociedad policíaca. Insegura para todos, en la que todos somos delincuentes. Voy, sin embargo, a insistir. Todos queremos seguridad y un orden estable en el cual construir un país. Pero queremos “derechos humanos”, no mano dura, ni “tolerancia cero”. (¿Qué significa “tolerancia cero”? Se supone que si un orden instituido ataca el delito es porque ha decidido no tolerarlo. ¿Qué significa ese “cero”? ¿Hay tolerancia dos, uno y por fin cero? ¿Qué sería “tolerancia dos”? ¿Combatir al delito dos puntos menos? Si hemos decidido “no tolerar” la delincuencia, ¿por qué añadirle un “cero” a esa ya explícita intolerancia? Porque el cero es el número que más se identifica con la nada. Y la nada se identifica con la ausencia total de “algo”. Y si “algo” es el delincuente transformarlo en “nada” es borrarlo de la realidad. Matarlo. “Tolerancia cero” es un eufemismo. Significa “estamos dispuestos a matar”. “Hay orden de matar”. “Matar” es algo incluido como un elemento sustancial y definitorio de este esquema de represión. “No tolerar el delito”, dice una cosa. “Tolerancia cero”, otra. No tolerar el delito es la búsqueda de la recuperación social y humana del delincuente, la creación de establecimientos carcelarios dignos y el concepto éticamente fundante que postula la recuperabilidad de todo ser. Por “monstruoso” que haya sido lo que hizo. No hay, además, sociedad inocente de los “monstruos” que produce. (Sé, de todos modos, que es inútil este camino. Sólo convence a los ya convencidos.) “Tolerancia cero” es no sólo no tolerar el delito sino llevar a un plano subalterno la recuperabilidad del delincuente. El delincuente es un monstruo congénito y no merece tolerancia. Donde se lo encuentre se lo eliminará.
Sin embargo, éste –insisto– no es el camino. Es perder el tiempo. La sociedad argentina de hoy (como tantas otras veces) identifica la seguridad y el orden con la muerte. Convoca, pues, a los profesionales de ese oficio y les pide que actúen. Theodor Adorno –en un texto de 1967– decía que lo mejor para evitar la repetibilidad de Auschwitz era despertar el egoísmo de la gente. Escuche: cuando la persecución se desata no se detiene. Es insaciable. “Sencillamente, cualquier hombre que no pertenezca al grupo perseguidor puede ser una víctima” (Consignas. p. 94). Cuando a los lobos se les arrojan los lobos, ¿sólo matarán a los lobos? Y cuando los maten, ¿quién los detendrá? ¿Quién evitará que sigan matando, que los lobos se transformen en los nuevos lobos? ¿Habrá que buscar “otros” lobos y así interminablemente?