Amantes hasta la eternidad
En el siglo XIV, Inés de Castro y Pedro I de Portugal protagonizaron un romance de imperecedera memoria
Por EMILIO L. HERRERA VILLA nacionales@bohemia.cu
30 de septiembre de 2014
Inés de Castro, “milagro de hermosura en aquel
siglo”. (Crédito foto: INTERNET)
Para hacerse notar un amor de leyenda no necesita del pincel ni de los versos. No requiere el acorde perfecto, ni lecturas silenciosas. El amor verdadero, ese que reside en lo más profundo del alma, solo precisa de dos seres.
Existen historias que no recurren a las musas, ni al auxilio de Cupido, pero están ahí, dispuestas a ser contadas y rescatadas del olvido. Inés de Castro y Pedro I de Portugal protagonizaron un romance de fábula en pleno siglo XIV, época matizada por los intereses de la nobleza más que por los sentimientos de estos hidalgos.
Inicio del Romance
En 1339 Alfonso IV era el monarca de Portugal y su reino durante muchos años estuvo en guerra contra los reyes de Castilla y Aragón, radicados en España. Al no existir un claro vencedor entre ambos bandos los soberanos decidieron, como era costumbre de la época, realizar una tregua de paz a través de la unión entre Pedro I, hijo primogénito del monarca lusitano, y Constancia de Aragón, descendiente del linaje de Alfonso X.
Las nupcias se realizaron por poderes en ese mismo año, pero no fue hasta cuatro años más tarde que el matrimonio pudo consumar su unión, cuando la futura reina llegó a Lisboa.
En el séquito de Constancia de Aragón se encontraba la bella Inés de Castro -milagro de hermosura en aquel siglo-, hija del noble Pedro Fernández de Castro, quien le otorgó una educación muy completa, a pesar de ser mujer.
La tradición española cuenta que, antes de partir hacia Portugal, Inés se encontró a una gitana en el camino. Esta leyó la mano a la joven y entre lágrimas en los ojos le imploró que desistiera del viaje porque, si bien encontraría allí su único amor, moriría por causa de este.
Pedro I de Portugal, El Justiciero.
(Crédito foto: INTERNET)
La profecía empezó a cumplirse cuando la comitiva nupcial entraba en la corte portuguesa y el príncipe Pedro quedaba prendido de la belleza de la dama de compañía de su prometida.
Aunque se efectúo el matrimonio entre Pedro y Constancia, la verdadera pasión no quedaba en los aposentos reales, sino en “la fuente de los amores”, lugar donde Pedro e Inés consumaron su pasión a primera vista. De dicha fuente se desprendía una corriente de agua que culminaba en el monasterio de Santa Clara, residencia de la hermosa dama. Se dice que el príncipe enviaba diariamente mensajes a Inés en barquitas a través del pequeño río.
Allí los amantes desataron su frenesí. Su sentimiento era el barniz para las imperfecciones del mundo medieval. Un desafío a lo establecido, porque ningún caballero arremetió contra su tiempo. Nadie buscó la ilusión quebrantada. Generaciones bramaron en sordina, sumergidos en la más absoluta impotencia. Sin embargo, el amor entrelazó los caminos de Inés de Castro y Pedro I y como fruto pródigo nacieron Alfonso, Juan, Denis y una niña llamada Leonor.
La tragedia de Inés
En 1345 Constancia muere en el parto de su segundo hijo, hecho que fue aprovechado por los amantes para encontrarse más a menudo. Esta fatalidad los hizo protagonistas y víctimas de los futuros sucesos, pues no hay amor que pueda esconderse de escudriñadoras miradas, ni vestirse de luto allí donde hay vida.
Pronto los rumores de su romance se esparcieron por toda la corte lusitana y llegaron a oídos del padre de Pedro, quien quería casar de nuevo a su hijo, para poseer mayores privilegios. Por su parte, el príncipe alegaba que su luto por Constancia no le permitiría hacer otra boda durante algunos años, lapso perfecto para continuar con su verdadero amor.
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Alfonso IV hizo asesinar a Inés de Castro, delante de sus hijos, para garantizar el futuro reinado del primogénito de Pedro y Constancia de Aragón. (Crédito foto: INTERNET) |
Alfonso IV sabía que Pedro no se casaría con otra persona que no fuese Inés. También peligraba el mandato del primogénito con Constancia, acechado por los hijos ilegítimos con Inés, quienes en edad adulta reclamarían su derecho a la corona y envolverían al país en una guerra civil. Por estas razones el rey decidió llevar a cabo un plan que mantendría a la pareja separada por el resto de sus vidas.
En 1355 de “la fuente de los amores” no solo brotaron caricias y suspiros, sino también la sangre inocente de Inés de Castro. La doncella fue asesinada, en presencia de sus hijos, por emisarios del monarca portugués, mientras Pedro se encontraba de cacería.
Se cuenta que este, al ver el cadáver degollado de Inés, enloqueció de dolor y confesó entre lágrimas el casamiento secreto con su amada, en 1354. Tal crimen no quedaría impune.
lfonso IV, su padre, se convertía en su mayor enemigo. El príncipe conformó un ejército de gran número, formado por cortesanos y plebeyos que lo acompañaban en su dolor. El reino se dividió en dos bandos. Las luchas eran intensas; se decía que Pedro peleaba con gran pasión y cubría su rostro con un velo oscuro, para que nadie notara que lloraba. A causa de sus acciones la historia lo bautizó como El Justiciero, aunque otros lo nombraron El Severo.
La venganza del amor
Por órdenes de Pedro I todos los nobles de la corte
debían besar la mano de la reina muerta, de uno en
uno y de rodillas, en tributo a su memoria.
(Crédito foto: INTERNET)
La lucha concluyó en 1357, con la muerte del rey Alfonso IV, como consecuencia de su avanzada edad. Pedro heredó la corona de Portugal y con ella el poder necesario para castigar a todos los culpables del magnicidio.
Los asesinos de Inés se habían exiliado en el reino de Castilla, por lo que El Justiciero negoció con el rey vecino su extradición. Este acto se consumó al canjear a Pedro Coelho y Álvaro Gonçalves, verdugos de la dama, por algunos enemigos de Castilla refugiados en Portugal; mientras que Diego López Pacheco, otro de los implicados, consiguió salvarse al llegar a suelo francés.
La ira del nuevo monarca lusitano era tan grande, que a los asesinos de su amada les hizo sacar los corazones, a uno por el pecho, y al otro por la espalda, y después hizo una pira con sus cuerpos. Aquel crimen no quedaba sin la más cruenta venganza.
No contento con esto, también castigó, de algún modo, a la misma corte que una vez despreció a su esposa. Hizo exhumar a Inés y trasladó el cadáver a Lisboa. Al frente de la caravana mortuoria iba Pedro como principal escolta del cadáver. En el camino el pueblo fue obligado a rendir tributo y a reverenciar la fallecida.
Llegados a palacio, los restos fueron engalanados con atuendos reales. Se les roció perfume, les pusieron las prendas más suntuosas, incluso fue colocado el anillo real en el hueso del dedo anular. La doncella muerta fue sentada en el trono y Pedro El Justiciero obligó a todos los nobles presentes en la corte a rendirle homenaje, besando uno a uno, y de rodillas, la mano de su amada. Luego proclamó a Inés de Castro reina de Portugal y legitimó a los hijos nacidos de aquel amor.
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Túmulo de Inés de Castro en el Monasterio de Alcobaça. (Crédito foto: INTERNET) |
Por último, mandó a esculpir en el Monasterio de Alcobaça, sede de la mayor iglesia portuguesa, dos monumentos funerarios: uno donde volvió a enterrar a su reina y otro para él. Las tumbas están colocadas una frente a la otra, para que, según Pedro I, el día del juicio final, al despertar, ambos vean la figura del ser amado.
A Pedro I la muerte le acaeció a los 46 años de edad y, conforme a los cortesanos que le acompañaban en su agonía, sus últimas palabras fueron: “Ya llego, Inés, aguárdame, amor…”.
Alfonso IV acudió a la muerte para separar a los enamorados, mas esta, indomable de carácter, unió en su reino lo que la vida no había logrado. La pasión de estos amantes fue tan corta como tan largo su sufrimiento… y tal vez, por capricho del destino, nunca volvamos a conocer un sentimiento tan espontáneo, inmenso e idílico como el de Inés de Castro y Pedro I, uno de esos que otorga vida aun cuando esta no existe.