Cada nuevo año invita a realizar balances de logros y frustraciones, alentar renovadas esperanzas y, en Nuestra América, conmemorar una gesta histórica: el triunfo de la Revolución Cubana. Como lo he dicho en reiteradas oportunidades, la recordación y el homenaje a esa gran victoria popular y la interminable derrota del imperialismo norteamericano, que acumula 61 años mordiendo furioso el polvo de la derrota —cosa que jamás le ocurrió en ningún otro rincón del planeta— prevalecen por encima de cualquier otro tipo de consideración.
Sin menospreciar nada ni a nadie, nuestras pequeñas historias personales, e inclusive grandes acontecimientos de índole colectiva, quedan eclipsados por la luz radiante de aquel amanecer del 1ro. de enero de 1959. Ese día la historia de esa «una sola gran nación» de la que hablaba Bolívar, quedó partida en dos: Fidel y los jóvenes del 26 de Julio consumaron una hazaña que instaló un ineludible antes y después en nuestro devenir histórico, destinado a durar para siempre y a resignificar nuestras seculares luchas por la liberación nacional y social, pero también a otorgar nuevo sentido y un renovado horizonte a las batallas de nuestro tiempo.
Pero no fue tan solo aquel acontecimiento liminar: el pueblo y el Gobierno cubanos tuvieron la virtud de sostener contra viento y marea durante más de seis décadas aquella victoria homérica que hizo posible que Nuestra América saliera de la prehistoria y comenzara a escribir su propia historia.
Una historia durísima, de resistencia ante el mayor poder del planeta, y de ardua construcción del socialismo. Lo primero, porque el imperialismo ni por un segundo dejó de hostigar a la Revolución Cubana. Y ante ello el pueblo cubano se ganó para siempre el adjetivo de «heroico», porque resistió a pie firme haciendo gala de una virtuosa obstinación que no tiene parangón en la historia universal.
Y construcción, decíamos, porque bajo las peores condiciones imaginables Cuba comenzó a construir el socialismo, y al día de hoy continúa la tarea con ejemplar tenacidad. El sabotaje del Gobierno estadounidense ha sido persistente, creciente y brutal. Demócratas y republicanos se han alternado en la Casa Blanca, pero todos han coincidido en su enfermiza obsesión por aplastar a la Revolución Cubana y borrar de la faz de la Tierra un ejemplo que demuestra que, aun bajo el ataque «de amplio espectro» de la mayor superpotencia del planeta, un país de la periferia puede garantizar para toda la población salud, educación, alimentación, seguridad social y una vida austera, pero digna. Cosas que ningún país capitalista puede hacer, porque en ellos todos esos derechos que la Revolución Cubana ofrece a su ciudadanía son meras mercancías u oportunidades de negocios.
Esto explica el rabioso empeño de la Casa Blanca por acabar con la Revolución. Su sola supervivencia, bajo condiciones tan inmensamente adversas, es prueba irrefutable de la superioridad del socialismo (sin negar sus problemas) sobre el capitalismo. Si como dice Donald Trump, aquel ha fracasado, ¿por qué no suprime el bloqueo que atenaza a la isla y le exige inmensos esfuerzos para lograr lo que en casi todo el mundo se obtiene sin el menor esfuerzo? Por ejemplo: facilitar las exportaciones cubanas, permitir el libre tránsito de los residentes en Estados Unidos para que puedan visitar la isla cuando se les antoje, recibir remesas de los emigrantes cubanos radicados en ese país, permitir que Cuba importe lo que necesite sin aplicar enormes sanciones económicas a los terceros países o las empresas involucradas en esa actividad, favorecer el turismo y poner fin a las innumerables restricciones de todo tipo impuestas a la isla rebelde por su osadía.
Si de fracasos se habla, Estados Unidos es un lastimoso muestrario: un país carcomido por la violencia, con periódicos asesinatos masivos e indiscriminados en escuelas, shoppings e iglesias, producidos por sujetos desquiciados por una sociedad alienada y alienante; un país que alberga decenas de millones de adictos que consume cuanta droga letal se produce en el planeta y fomenta el flagelo del narcotráfico[1]; un país riquísimo, por lo propio y por lo que le ha robado al resto del mundo, y que sin embargo no puede acabar con la pobreza que afecta a cerca de un 15 por ciento de su población; un país que prostituyó su proceso político y hoy no es otra cosa que un régimen plutocrático en donde solo prevalecen los intereses de las clases dominantes, tema este sobre el cual hoy existe un sorprendente consenso dentro del establishment académico[2].
Si el socialismo ha fracasado, ¿por qué la Casa Blanca y el poder mafioso (en sus dos variantes: corporativo y gangsteril) que aquella representa no dejan a Cuba en paz? Respuesta: porque entonces el ejemplo de Cuba, importante como lo es hoy, lo sería muchísimo más, y los pueblos del mundo podrían sentir la tentación de avanzar por esa vía, algo absolutamente inadmisible para el poder capitalista a escala mundial. Por eso, ¡gracias, Cuba, por tu Revolución, por nutrir nuestras esperanzas, y por haber hecho de la justicia, el internacionalismo y la solidaridad las estrellas polares que guían a los pueblos en la construcción de un mundo mejor!
[1] El Addiction Center de Estados Unidos informa que existen en ese país al menos 21 millones de adictos a diversas drogas y que solo un diez por ciento de ellos recibe tratamiento médico que, por supuesto, es mayoritariamente privado y caro.
[2] Así lo demuestra un reciente estudio realizado por las universidades de Princeton y Northwestern. Verhttps://m.washingtontimes.com/news/2014/apr/21/americas-oligarchy-not-democracy-or-republic-unive/?utm_source=GOOGLE&utm_medium=cpc&utm_id=chacka&utm_campaign=TWT+-+DSA