La Revolución rusa y cómo revolucionó el arte moderno
Los grandes acontecimientos históricos afectan al arte, y la Revolución de octubre lo cambió para siempre.
Los acontecimientos históricos revolucionarios tienden a estimular un arte nuevo. Por ejemplo, no es coincidencia que el arte moderno naciese en Francia, un país que había visto un profundo cambio político y social durante los siglos XVIII y XIX.
El siguiente paso en la ruptura con la tradición artística se produciría en el país menos sospechado, y sería el 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre en el calendario juliano vigente en esos días, de ahí la “Revolución de octubre”). Rusia vería nacer un sistema político-social hasta ahora nunca visto, y una forma de arte igual de revolucionaria e inédita.
“Disculpen las molestias, esto es una revolución.”
El siglo XX había empezado de forma traumática para Rusia: una sangrienta guerra con Japón que acabó en humillante derrota; un pueblo en su mayoría de clase trabajadora que sufría largas jornadas de trabajo, condiciones miserables y represiones brutales por parte de un estado decadente; la incompetencia del zar Nicolás II, un tipo de lo más impopular que reprimía a su pueblo con dureza; terrorismo, huelgas brutales, disturbios en las calles, motines militares…
Fue en 1905 cuando se prendió la mecha de la revolución. Los trabajadores de San Petersburgo desfilaron hacia el Palacio de Invierno, donde exigieron mejores condiciones de vida y el zar optó, en una de las peores decisiones políticas de la historia, por ordenar a la policía que atacara a los manifestantes. Todo acabó con la muerte de más de un centenar de trabajadores, en lo que hoy se conoce como “Domingo Sangriento”.
Toda Rusia odiaba ya al zar y sus cuatro amigos aristócratas que manejaban al país como su cortijo privado. La tensión iba en aumento. Todo se calmó durante unos años (el zar salvó su pescuezo de nuevo con el estallido de la I Guerra Mundial) pero ahí quedarían sembradas las semillas de la revolución, que no germinarían hasta la llamada Revolución de febrero de 1917, iniciada por las mujeres, y ahí no hubo marcha atrás. En octubre el zar sería derrocado en pocos días, y un año después asesinado.
“Si no eres parte de la solución, eres parte del problema”
Lenin se hizo cargo entonces de Rusia e instauró una república comunista, llevando a la práctica un experimento político y social basado en la filosofía de Marx, impulsada por el poder de la fe del pueblo en ese ideal utópico. De pronto Rusia era un país nuevo, extraordinariamente nuevo, nunca visto hasta entonces. Era algo futurista. Rusia cambió radicalmente, y con ella cambiaría también su arte.
Los artistas de vanguardia del país vieron una oportunidad única. Ya que Rusia era algo totalmente nuevo, su arte también debía serlo. Se optó por un arte absolutamente inédito, que pretendía ser avanzado y democrático, y que se denominó – al menos por ahora- arte no-objetivo. El debate sobre el nuevo papel de las artes en esos primeros días de la revolución estaba candente, era emocionante, y la tónica fue el experimentalismo.
A largo plazo, y visto ahora, los artistas vencieron a sus políticos: el arte ruso de la época derivaría en los más delirantes movimientos de vanguardia e infectaría toda Europa con sus frescas propuestas, libre y naturalmente, sin imposiciones. Los artistas tenían libertad plena de acción, y además, por lo menos en esos primeros años, estaban del lado del poder establecido y no en su contra, cosa rara en la historia del arte.
Aunque debemos que decir que es imposible crear un arte nuevo así de la nada. Existe el pasado aunque reneguemos de él, aunque no lo queramos ni ver. Es el peso de la historia.
Y la vanguardia rusa retomó las ideas de uno de los artistas más singulares de la historia: Kazimir Malevich, el creador del suprematismo, que unos años antes ya había comenzado su particular revolución (y que después continuaría como uno de los protagonistas de la de octubre).
Malevich inició un estilo genuinamente original que abogaba por la abstracción pura. Geometrías que eliminaban todo indicio del mundo conocido para así crear “la no-objetividad, la supremacía de la sensación pura”. Esto de por sí ya es revolucionario al eliminar todo elemento anecdótico del arte. Recordemos que el arte servía hasta entonces exclusivamente para describir y representar. Una pintura sin referente es como un libro sin historia.
Pues Malevich se cargó todo el referente.
Teniendo en cuenta esta importante figura, los artistas de la revolución optaron por crear un arte que no fuera capitalista, decadente y burgués. La nueva Rusia debía crear un arte con un claro objetivo: debía ser “inteligible para millones” y que sirviera a las necesidades tanto del pueblo como de su régimen, que ya empezaba a olerse la importancia del arte como herramienta política.
Pocos países dedicaron tanto dinero a las bellas artes, al teatro, a la literatura o a la pintura como la URSS. Aún con el problema del hambre y la contrarrevolución atacando desde el interior y el exterior, se gastaban sumas enormes para desarrollar el arte, y ni siquiera como instrumento de propaganda.
El comunismo visual tenía un aspecto futurista, fresco y moderno. Era un arte con tres característica meditadas: era reconocible, era firme, y era psicológicamente poderoso. Un intelectual creando cosas solo para él y si cabe para algún aplauso de la élite no tenía cabida en la nueva Rusia. El artista era ahora un simple constructor y técnico, pero también un líder, un científico y un profesor. Igual de importante que un campesino o un minero. Igual de vital para la patria.
Y algo que llamó la atención en esa primera Rusia Soviética fue llevar a la práctica la frase de Marx“El progreso social puede ser medido por la posición social del sexo femenino.”. En ese nuevo país, al menos al principio, se lucho activamente por la igualdad entre hombres y mujeres en cuanto a negociación de salario, jornada laboral, permisos, vacaciones y demás derechos.
Varias mujeres ocuparon puestos de gran responsabilidad, y en el terreno artístico y cultural, se puede hablar de paridad. Artistas de todos los sexos arrimaron el hombro para echar adelante un arte nuevo.
Uno de los jefes fue Anatol Lunacharsky, comisario de la ilustración, un burócrata bastante tolerante con las nuevas ideas artísticas que creía que el comunismo era una especie de nuevo rito profano, una nueva religión de masas para que el arte debe aportar sus iconos y su incienso.
Nació así el constructivismo, que como su nombre indica, es el arte de la construcción. El arte y la ingeniería van ahora de la mano, son casi lo mismo. Se empiezan a valorar los materiales y su eficacia, y la “faktura”, que promovía mostrar sin discreción las propiedades inherentes de los materiales en crudo, ya fuera en la pintura, el diseño o la arquitectura. Un cartel y una torre de comunicaciones eran arte.
Muchos artistas lo llevaron al extremo y se llegaron a pintar lienzos monocromos, que hoy se consideraría arte conceptual, pero que entonces pretendía reducir la pintura a su conclusión lógica. Un pedazo de material pintado, nada especial o trascendental, sino una pieza más en el proceso de investigación artística colectiva.
Se empiezan a hacer “cosas útiles”: diseño, tipografía, ropa, muebles, edificios, escenarios de teatro, electrodomésticos, coches… Se usaron formas geométricas, colores puros, y no tuvieron reparo en mostrar los metriales o las cualidades estructurales para que todo aquel que lo viera se beneficiara y aprendiera. Proliferan también los fotomontajes.
“¿Quiénes son tus enemigos y amigos? Esta es la pregunta más importante para la revolución.”
Ya conocemos a los artistas. En realidad más que la belleza o la verdad, buscan el aplauso. Buscan un poco de amor. Y es normal que entre dos hijos que buscan el amor y la atención de una madre surjan ciertos roces.
En la idílica utopía constructivista surgieron dos sectores en conflicto, que tenían diferentes maneras de ver la revolución y el papel del arte en ella. Hasta se cuenta como Tatlin y Malevich llegaron a las manos en su exposición conjunta más por celos y rivalidad que por diferencias creativas.
Estaba el sector “idealista”, mucho más espiritual y cumbayá, como eran Kandinsky o Malevich, que creían firmemente la pintura podía cambiar al universo y gracias a ella todos podríamos vivir felices para siempre. Malevich hasta declaró “mi pintura no pertenece únicamente a la tierra” y llegó a llamarse a sí mismo “presidente del espacio” planteándose seriamente que un satélite suprematista soviético surcara el cosmos para esparcir la revolución.
Después estaban los llamados “productivistas”, con los pies en la tierra, que tenían a gente como Tatlin y Rodchenko y que fueron más apoyados en “el plan de propaganda monumental” ideado por las autoridades políticas de la Revolución. Sus propuestas eran realistas, aún dentro de su increíble experimentación. Ahí tenemos a Tatlin y su famosa torre, 400 metros de torre giratoria en espiral y una geometría constructivista de acero y cristal que harían palidecer a la torre Eiffel.
“No puedes hacer una revolución con guantes de seda.”
Ya lo dijimos antes: nada mejor que agitar un poco a la sociedad para que esta fabrique arte nuevo. Cuando la sociedad deja de agitarse, es normal que el arte tampoco se mueva.
Fue el caso de la triste segunda parte de la revolución. Una vez establecido el régimen, los experimentos artísticos de la vanguardia fueron vistos con sospecha, y paradójicamente, lo experimental e innovador se empezó a considerar decadente y burgués.
Lo cierto es que la población, en su mayoría analfabeta, no sabían de qué cojones estaban hablando algunos artistas. Tampoco la cúpula política y militar. Cuando el régimen soviético se estableció sobre 1932, Stalin se hizo con el poder, y el arte sufrió un paso atrás que duraría (salvo marginales excepciones) el resto de vida soviética.
En 1932 Stalin promulgó el decreto Sobre la reconstrucción de las organizaciones literarias y artísticas. Del comisariado de la ilustración, el arte pasó a la sección de ideología y propaganda. Se reprimió lo experimental, incluso con violencia. Muchos intelectuales y artistas emigraron. Otros fueron purgados o llevados a gulags. Los que quedaron, se dedicaron a lo único que les dejaron hacer: un arte realista que glorificara exclusivamente al país y a su líder.
Fue el llamado realismo socialista, sin fantasías, aunque transmitiendo un falsa utopía. Era arte con los pies en la tierra. Ahora el arte tenía que ser una representación artística históricamente fiable de la realidad en su desarrollo revolucionario. Propaganda en el peor sentido. El escritor Maximo Gorki decretó que el arte ahora debía tener obligatoriamente cuatro características:
Ser Proletario, o sea, relevante y comprensible para el trabajador;
Típico, mostrando escenas de la vida cotidiana del pueblo;
Realista, en el sentido representacional, figurativo y verídico;
Partidaria, apoyando los ideales del Estado y del Partido.
Repetitivo hasta la náusea, el arte fue perdiendo calidad. Atrás quedaban las asombrosas aportaciones de la Rusia comunista al mundo.
“¿Por qué, al hablar del futuro, emplea Marx el presente?”
Pese a todo, el impacto del legado constructivista se ve aún hoy en día. Lo vemos sobre todo en la arquitectura, el diseño y la publicidad. Hasta partidos de corte liberal utilizan en sus logotipos o en sus mítines de campaña diseños constructivistas.
Lo vemos también en la actitud de estos jóvenes cuyo experimentalismo radical de sus propuestas aún asombra hoy en día
Gracias a esta gente nacieron después cosas tan influyentes y dispares como la Bauhaus, o el art-decó, el minimalismo, el op-art… Incluso diríamos que antagónicas, como el Pop-Art… Y más que seguirán naciendo, más de cien años después.