Que viva la muerte fue la frase que el fascista José Millán de Astray, jefe de propaganda de Francisco Franco, le gritó en la cara a Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936 cuando el escritor se atrevió a decirle a los partidarios del ejército franquista que ellos habían podido vencer fusilando y matando a quienes querían una sociedad no oscurantista, pero no convencerían jamás.
Esa estirpe fascista que vivó el bombardeo de Guernica, que aplaudió a la aviación de Hitler cuando despanzurró mujeres, niños y ancianos desarmados, no se terminó con la derrota del fascismo o nazismo. Mutó en otras guerras y, nosotros lo sabemos, en otros campos de concentración pero de las dictaduras latinoamericanas. Mutó sin ser explícita en los asesinatos en masa de las guerras imperialistas, o en los de los militares que la aplicaron en nuestro país y en los civiles que la impulsaron y lucraron en silencio. Mutó en los funcionarios que delinquen y que dejan sin agua a las barriadas populares o endeudan un país por generaciones, aunque no se animen a verbalizarla.
Esa frase: que viva la muerte, vive mutando. Como el coronavirus, muta, por la espina dorsal de las miserias humanas. Deja sin aire, como el coronavirus, a la humanidad. Y cobra fuerza en líderes políticos como el sociópata Mister Trump- dijo Noam Chomsky- y el psicópata Jair Bolsonaro, y llena de oprobio a la literatura y la cultura, con el estilo del propagandista de la desigualdad y la furia, Mario Vargas Llosa. Sí: esa consigna de miedo infesta mentes, corazones, carga un odio punzante como las estrías del Covid-19. La carta que un grupo de autoproclamados “defensores de la democracia”, intelectuales- el sociólogo Juan José Sebrelli y el jurista Daniel Sabsay, por ejemplo- el negacionista del terrorismo de Estado Darío Lopérfido, los actores- Oscar Martínez y Luis Brandoni-, el filósofo Santiago Kovadloff- que escribió discursos encendidos de defensa de la SRA hasta 2015 cuando intentó parecerse a Leopoldo Lugones en sus años de odas a los ganados y las mieses, a la llegada de “la hora de la espada”- llamaron “infectadura” a la defensa planificada de la cuarentena.
Llaman así a los esfuerzos denodados que hace un gobierno democrático por salvar de la peste y de la muerte a miles de argentinos, los más pobres, los más débiles, especialmente en CABA y Buenos Aires, mientras trata de sostenerlos con medidas económicas y el restablecimiento del sistema de salud, depredado por la derecha que expresó el gran fisgón de la historia nacional (es delito espiar a los opositores). Ellos apoyaron y festejaron un gobierno que fugó 86 mil millones de dólares y embargó el futuro de varias generaciones de argentinos.
A un gobierno que en cuatro años saqueó la Argentina. Y quieren seguir haciéndolo y por eso apuestan al caos anticuarentena, a las fosas comunes al por mayor. Estos seres que confunden defensa de la vida con “dictadura”, que confunden cuarentena con la insólita imagen de un campo de concentración nazi, son seres pequeños que no se pasean entre los pequeños grupos desaforados que vociferan por una libertad, la de morir y contagiar a los que más puedan para que también se mueran o, delirantemente, se inmunicen.
La degradación del pensamiento y la actuación de estos personajes integrarán el catálogo de las historias más desgraciadas de nuestro país. Dicen que quieren libertad. Que nadie les diga qué hacer. No quieren la cuarentena, son anti. Pero lo inconfesable es su ira: no quieren que Alberto Fernández y CFK estén en el gobierno. Se podría respetar que incentiven la rebelión si, acaso, en vez de hacer la gran Benito Mussolini- al que los italianos hartos de la guerra le atribuían decir “Armiamoci e partite” (armémonos y vayan)- fueran capaces de ponerse al frente del grupo que clama en el Obelisco o en tigrenses caravanas de autos de los barrios cerrados por la libertad de contagiarse y contagiar y enfermarse y posiblemente morir. Sería un ejemplo de su civilidad verlos encabezar esas marchas. Participar cuerpo a cuerpo. Sin tapabocas. Salpicándose la cara en cada grito anticuarentena con quienes comparten sus ideas. Con los pobres y desempleados que vociferan contra el Estado que aún no llegó a auxiliarlos pero piden a gritos por él.
Sería bueno verlos mezclarse con ellos. Sería bueno verlos asistir a miles de chicos de las villas y barrios vulnerados donde el virus está de fiesta. Pero no. Mejor que jamás les toque llegar al respirador y un médico deba elegir si los salvan o no, porque lo que ellos proponen llena de enfermos el sistema sanitario que dejó en quiebra su líder, Macri, y no puede contenerlos. No. Mejor que no. Mejor que publiquen solicitadas. Mejor que se queden en casa.