Comúnmente justificamos nuestras acciones, o falta de acciones,
diciendo que “lo que yo haga no tiene importancia”. Pensamos
que lo que hagamos o no hagamos nada le tiene que importarle
a nuestros vecinos, o menos aún, a la gente desconocida
con la que nos cruzamos día a día.
Pero no es cierto, incluso los actos más pequeños e inocentes
influyen enormemente en las personas que nos rodean y ven…
Detengámonos un momento y reflexionemos sobre
lo que ha sido nuestra vida pasada:
¿Alguna vez alguien te ha prestado una gran ayuda?
Por ejemplo, un padre cuya preocupación y constante cuidado
modeló tu carácter; un maestro que te brindó su amistad
y te animó a seguir adelante cuando se hallaba a punto
de desfallecer; o un jefe que supo valorar tus habilidades
y que te abrió las puertas al éxito; o un vecino cuyo aprecio
por ti y tu familia contribuyó a la paz y felicidad de tu hogar…
tal vez incluso un extraño que te dio su apoyo en
el momento que más lo necesitabas.
Al recordar a las personas que influyeron positivamente en
tu vida, ¿no te parece evidente que tú también podrías
influir positivamente en la de los demás? Podrías ser de
ayuda dondequiera que estés: en el hogar, en el
barrio, en el trabajo, o donde quiera que pases.
¿Por qué decimos tanto eso de que… “lo que
yo hago no tiene tanta importancia”?
Caemos en un error bastante común al medir el bien con
una medida inadecuada. Creemos que las buenas acciones
sólo tienen importancia en los momentos de crisis, cuando
las circunstancias extraordinarias exigen un esfuerzo
también extraordinario, sin reparar en que los momentos
críticos son apenas una pequeña parte de la oportunidad que
a todos se nos ha dado para contribuir a la felicidad ajena.
Basta recordar cuánto, cuán a menudo y en cuántas formas
diversas nuestro acto individual de comprensión, estímulo,
guía y de interés personal puede enriquecer la vida de otros,
así como nosotras nos hemos beneficiado del bien permanente
que el prójimo nos hizo. Conviene recordar que ninguna
buena acción es pequeña. Lo vemos claramente
por todas partes en nuestro alrededor.
Lo que haces en el seno del hogar:
Ciertamente, no es el “gran gesto” ocasional lo que hace
un buen padre o madre, cómo forma el carácter
del niño, o siembra la alegría en la familia. Hay algo especial en el tranquilo paseo que puedes dar
con tu hijo mientras le escuchas contar sus cosas e
intentas responder a sus preguntas,
gozando de su compañía el uno del otro. Con ello le das un permanente ejemplo, pudiendo
observar tu honradez personal, tus acciones desinteresadas,
la distinción que te ve tomar entre hacer entre lo bueno y
lo malo, y la clase de las personas que merecen tu aprecio.
De este modo, se le inculca el sentido del mandamiento
“honrar padre y madre”, por el comportamiento correcto
que tienes con tus propios progenitores.
Influyen positivamente en la vida de los hijos: Es la forma
en que marido y mujer se aconsejan entre sí, comparten
las experiencias diarias y aprovechan toda oportunidad para
expresarse su recíproco aprecio y su necesidad mutua de amor.
De una cosa puede puedes tener seguridad: en el seno
de la familia, no hay nada que reemplace
el íntimo don de tu presencia y tu interés.
Lo que haces donde vives:
Crear un buen entorno para vivir requiere algo más
que los recursos y los esfuerzos de funcionarios y expertos
en la materia de vivienda, educación, sanidad y derechos
civiles. Lo que importa es cómo recibes a los nuevos
vecinos, sea cualquiera su raza o religión, sin atender
más que a sus méritos propios y al derecho que
tienen de vivir donde vives tú. Lo que hace un buen
vecindario es que tú exijas para los hijos de tu vecino
las mismas oportunidades de educación que buscas para
tus propios hijos; que ayudes al vecino enfermo o solitario
como no puede hacerlo ninguna institución.
Hoy en día viajamos más y entramos en contacto con más
gente distinta que en ninguna otra generación de la
historia. Pero por muy lejos que vayamos, dondequiera
que nos dirijamos, siempre encontremos personas cuyas
aspiraciones y necesidades básicas son las mismas que las
de nuestras vecinos inmediatos. No está de más tomar la
iniciativa para conocernos y ofrecernos la ayuda y amistad
que nos gustaría recibir igualmente. Sin duda habrá diferencias,
pero podemos respetar sus peculiaridades y con ellas
enriquecer nuestra experiencia, como ellos también
podrán enriquecer la suya con la nuestra. Sólo necesitamos
reconocer que si ponemos de nuestra parte podremos convivir
mejor con las demás personas (aunque sean muy diferentes
a nosotros), de este modo crearemos un ambiente más agradable
para nosotros y todos los que nos rodean.
En este mundo con cambios constantes hay realidades
fundamentales que no cambian. Por eso nunca
debemos dar la excusa: “Lo que yo
haga no tiene importancia”, porque sí lo tiene.
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