POR ESO LLEVO UN DINOSAURIO
Salía
de mi casa en el auto para ir a hacer una diligencia cuando vi que mi
hijo se me acercaba corriendo: "¡Te tengo un regalo, papá!".
"¿De
veras?", le dije molesto, porque me estaba demorando. Abrió sus deditos
para mostrarme lo que, para un niño de cinco años, era un verdadero
tesoro. "Los encontré y son para ti", me dijo.
En aquellas
manitas había una canica, un viejo cochecito metálico de carreras, una
liga de hule rota y otras cosas que no recuerdo.
"Tómalos,
papá", insistió mi hijo, orgullosísimo. "En este momento no puedo, hijo;
tengo que irme. ¿Por qué no me los guardas en el garaje?". Su sonrisa
se desvaneció, y desde el momento en que me alejé sentí remordimientos.
Más tarde, cuando regresé, le pregunté a mi hijo: "¿Donde están esos
regalos tan bonitos que me ibas a dar?". Él respondió que se los había
dado a su amigo Tony porque creyó que
yo no los quería.
La decisión de mi hijo me dolió, pero la
merecía; no únicamente porque puso de relieve mi desconsiderada
reacción, sino porque me hizo recordar a otro niñito. Era el cumpleaños
de su hermana mayor, y al chiquillo le habían dado dos dólares para que
le comprara un regalo.
Recorrió toda la juguetería varias veces,
pues el obsequio debía ser algo especial. Por fin lo vio: una máquina
de plástico despachadora de goma de mascar, llena de tesoros de vivos
colores. Tuvo ganas de mostrársela a su hermana en cuanto llegó a la
casa, pero logró valientemente contenerse.
Más tarde, en la
fiesta de cumpleaños y frente a sus amigos, la hermana empezó a abrir
sus regalos. Con cada uno lanzaba una exclamación de gusto, y con cada
exclamación la emoción del niño crecía. Como aquellos chicos de ocho
años podían gastar más de dos dólares en un regalo, su paquete empezó a
parecerle pequeño e
insignificante. Pero no perdió la esperanza de ver brillar los ojos de
su hermana en cuanto lo abriera. Cuando ella por fin lo desenvolvió, el
chiquillo advirtió su decepción, su vergüenza incluso. Algunas de sus
amiguitas trataban en vano de contener la risa. El pequeño se mostró
lastimado y confundido. Se fue al porche trasero de su casa y se puso a
llorar.
La situación se repetía, pero ya no se trataba de mi hermana y de mí. En esta ocasión era mi hijo.
Al
acercarse la Navidad, les dimos dinero a los chicos para que compraran
obsequios en una feria escolar de artesanías. Hicieron un gran esfuerzo
para no decirme lo que me iban a regalar; sobre todo mi hijo. No pasaba
un solo día sin que me pidiera que tratara de adivinar. En la mañana del
día de Navidad insistió en que yo abriera primero su regalo. Lo hice y
en verdad nunca había recibido nada tan hermoso. Pero ya no lo miraba
con los ojos cansados de un hombre de 33
años, sino con los ojos vivaces de un niño de cinco. Era un
tiranosaurio verde, de plástico.
Mi hijo, muy emocionado, me
explicó que lo mejor del animal era que sus garras delanteras hacían las
veces de sujetadores, de manera que yo podía llevarlo prendido siempre a
la ropa. Su mirada reflejaba expectación y amor. Me di cuenta de que
debió de mortificarse en la feria para encontrar el regalo que mejor
pudiera expresar lo que sentía por mí. Así que me prendí el dinosaurio a
la solapa, exclamé que era esplendido, y que sí, que él había acertado
al elegirlo.
La próxima vez que vea usted a un adulto con una
burda corbata de papel, o un fantástico tatuaje (desprendible) de una
oruga, de esos que cuestan cualquier cosa, no lo compadezca. Si le dice
que se ve ridículo, seguramente le contestará: "Puede ser que sí, pero
tengo un hijo de cinco años que piensa que soy lo máximo, y por ningún
dinero del mundo voy a quitarme
esto".
Autor: Dan Schaeffer
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