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General: .- CENTENARIO DE MIGUEL HERNÁNDEZ
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Resposta  Mensagem 1 de 8 no assunto 
De: talvez  (Mensagem original) Enviado: 19/04/2010 00:04
 
Es un poco larga, pero me gusta mucho la presentación que hace Muñoz Molina de uno de mis poetas preferidos y de los que bien se puede
decir sin temor a engañarse que sobre todo fue y es AUTÉNTICO
 
 
 
 
A Miguel Hernández todo le pasó en un tiempo muy breve, pero su vida es una larga cadena de esperas. Habría que sustraer, de los pocos años que vivió, todas las horas, los días, los meses que se pasó esperando algo, desesperando de que no llegara, enviando peticiones de ayuda a personas siempre mejor situadas que él que no tenían el tiempo o las ganas de contestar a sus demandas. Otros disfrutaban el resguardo de una posición social o de un privilegio literario o político: Miguel Hernández se supo siempre a la intemperie, en la paz y en la guerra, en la literatura y en la vida, en la cárcel y en la cercanía de la muerte. Esperó tanto, hasta el final, que los últimos días de su vida los pasó esperando a que lo trasladaran a un sanatorio antituberculoso, que le trajeran a su hijo para poder verlo por última vez.

 

La noticia en otros webs

webs en español

en otros idiomas

Escribía cartas y aguardaba respuestas con expectación angustiada: cartas a su novia, Josefina Manresa; cartas a los amigos, a los que pedía favores apremiantes, dinero prestado, influencias; cartas a los poetas célebres, a los que asediaba con una mezcla de orgullo insensato y tosco servilismo; cartas desde la cárcel, en los últimos años de su vida, solicitando avales políticos, gestos de clemencia, noticias sobre el hijo demasiado pequeño y demasiado frágil que tal vez acabaría teniendo el mismo destino del hijo anterior, muerto a los 10 meses, amortajado con los ojos abiertos, con el mismo gesto atónito que se le quedó a él mismo cuando velaban su cadáver: unos ojos muy grandes, desorbitados por la enfermedad de la tiroides, sobre cuyo color exacto no hay acuerdo entre los testimonios de quienes lo conocieron. Qué podemos saber de verdad sobre la vida de alguien que murió no hace tanto, en 1942, si los testigos ni siquiera concuerdan en el color de sus ojos: Miguel Hernández los tenía verdes y muy claros, o muy azules, resaltando más en su cara morena; o los tenía pardos, según dice uno de sus biógrafos, Eutimio Martín, aportando la prueba de su ficha militar y la de su filiación de prisionero.

 

Lo que atestiguan sin duda las fotografías es el tamaño y la expresión de los ojos, la atención fija en todo, la mirada de una desarmada franqueza que es todavía más visible en el dibujo que le hizo Antonio Buero Vallejo en la cárcel. Fue ese dibujo el que convirtió a Miguel Hernández no en un hombre real, sino en un icono reverenciado de algo, de muchas cosas, demasiadas, cuando lo veíamos reproducido en los pósters del antifranquismo, en nuestras galerías de retratos de la resistencia, junto a Lorca, junto a Antonio Machado, tal vez también junto a Salvador Allende, Che Guevara, Dolores Ibárruri. En ciertos bares, en ciertos pisos de estudiantes, la cara y la mirada de Miguel Hernández formaban parte de un paisaje visual que también incluía las reproducciones del Guernica. Era difícil pensar entonces que aquel retrato hubiera sido el de un hombre real, no un santo laico ni un mártir ni un símbolo, un hombre, además, que si hubiera vivido no sería entonces muy viejo, porque había nacido ya bien entrado el siglo, en 1910.

 

Estremece siempre hacer las cuentas de su edad: con 22 años hizo su primer viaje a Madrid y publicó su primer libro de poemas; no había cumplido 26 cuando logró por primera vez la maestría indudable de El rayo que no cesa; tres años después, la guerra ya perdida, entró por segunda vez en la cárcel y no volvió a salir de ella. Pero la rapidez de todo se vuelve más asombrosa cuando contrastamos la altura de sus logros mejores con su punto de partida. Hacia 1937, Miguel Hernández empezó a escribir poemas con una voz y un despojo que no se parecen a nada en la literatura española, y muy poco antes había alcanzado ya un dominio de lenguaje y de las formas poéticas en el que estaba comprimida por igual la disciplina de la tradición clásica y la libertad del surrealismo: pero sólo unos años atrás, a finales de los veinte, su horizonte poético era todavía el de la retórica averiada de los juegos florales, cuando no el todavía más horrendo de la poesía entre sentimental y rústica en dialecto comarcal, muy imitada, de Gabriel y Galán. El mismo hombre que publica en 1937 la Canción del esposo soldado había presentado en 1931 un Canto a Valencia a un concurso oficial en dicha provincia, en el que, bajo el lema LuzPájarosSol, se sucede una catarata de versos que incluye el siguiente pareado: Con emoción agarro?/ el musical guitarro.

 

Tenía desde que encontró su vocación, en la primera adolescencia, la desvergonzada capacidad de mimetismo de los grandes autodidactas, el amor agraviado por el saber de quien fue apartado demasiado pronto de la escuela. Una leyenda que él mismo se ocupó de alimentar ha exagerado la pobreza de sus orígenes, y contribuido fatalmente al malentendido paternalista y populista que hace de él un talento rústico, una especie de diamante en bruto. Es verdad que Miguel Hernández dejó la escuela a los 14 años y se puso a cuidar cabras, pero las cabras pertenecían a los rebaños de su padre, que era un hombre de cierta posición. Más que la pobreza, lo que debió de herirlo cuando tuvo que abandonar la escuela fue la vejación de verse a sí mismo pastoreando cabras mientras otros con menos inteligencia natural que él continuaban en las aulas; también la sinrazón de una brutal autoridad paterna que no por ser propia de la época era menos hiriente para su espíritu innato de rebeldía y de justicia. El padre despótico veía la luz encendida a altas horas de la noche en el cuarto del niño lector y lo castigaba a correazos y a patadas (20 años después su hijo estaba muriéndose de neumonía y tuberculosis en la prisión de Alicante y no se molestó en visitarlo).

 

Pero se marchaba el padre y Miguel Hernández volvía a encender la luz y recobraba el libro escondido, muy usado, alguno de los que encontraba en la biblioteca pública o en la de un sacerdote de Orihuela, el padre Almarcha, que empezó siendo su protector y fue luego uno de sus muchos verdugos. Leía de noche a la poca luz de una bombilla o de un candil, y cuando salía con las cabras llevaba el libro escondido en el zurrón y seguía leyendo, devorando toda la poesía española que encontraba, la buena y la mala, lector omnívoro a la manera de los autodidactas que no tienen más guía que su propio entusiasmo, originado quién sabe dónde. Nada de lo que a otros les estuvo siempre asegurado fue fácil para él: nada de lo más elemental, el papel, la pluma, la tinta, la mesa. Escribía versos en papel de estraza con un cabo de lápiz. Quería escribir y no tenía dónde apoyarse. Una piedra, el lomo de una cabra. Hay que leer sus poemas juveniles para darse cuenta de la penuria estética de la que partió, de la clase de talento y de furiosa voluntad que le fueron necesarios para sobreponerse a limitaciones invencibles. Entre la retórica mal digerida de la poesía barroca y de los atroces versificadores tardorrománticos y tardomodernistas, en esos poemas aparece un fogonazo de realidad observada de cerca, de naturaleza y vida animal y exasperación humana de soledad y deseo: Miguel Hernández, pastoreando cabras, copia laboriosamente los lugares comunes más decrépitos de la poesía pastoril, pero le sale de pronto una desvergüenza sexual campesina, una claridad expresiva que con el paso del tiempo será uno de los rasgos más originales de su voz poética, el arte supremo de hacer literatura llamando a las cosas por su nombre.

 

Tampoco tuvo vergüenza para medrar cuando le fue necesario: para cultivar un personaje que al despertar simpatías le beneficiaba en sus propósitos, pero también lo hacía vulnerable a la condescendencia, bienintencionada o malévola. Empezó jugando a ser el "pastor poeta" del primitivismo pintoresco, y en la sociedad literaria de Madrid en vísperas de la guerra siguió siendo, entre hijos de buena familia con inclinaciones izquierdistas, damas de sociedad y diplomáticos, el campesino moreno y exótico, el inocente y bondadoso que llevaba alpargatas y pantalón de pana que podía ser entrañable, pero no siempre era invitado a las reuniones de buen tono. Miguel Hernández, que persiguió con calculada adulación y sincero fervor a tantos de sus contemporáneos -la adulación y el fervor, en su caso, eran compatibles-, quizá no tuvo entre los literatos de Madrid ningún amigo de verdad salvo Vicente Aleixandre. En la intemperie de su vida había una soledad que no aliviaba nadie: Ya vosotros sabéis / lo solo que yo voy, por qué voy yo tan solo. / Andando voy, tan solos yo y mi sombra. Provocaba incomodidad, cuando no abierto rechazo. Rafael Alberti en verso y María Teresa León en prosa le atribuyen sin demasiados eufemismos un olor poco adecuado para las cercanía sociales. García Lorca no se presentaba en una casa si sabía que Miguel Hernández estaba en ella. Llamó por teléfono a Aleixandre con la intención de ir a visitarlo, y al enterarse de la presencia de Hernández no se contuvo: "Échalo".

 

 

http://www.elpais.com/articulo/portada/Nacido/luto/elpepusoceps/20100307elpepspor_7/Tes

 

De todo aquel grupo, sólo él conoció de primera mano el trabajo manual, sólo él pasó hambre al llegar a un Madrid en el que se le cerraban todas las puertas y en el que daba vueltas por las calles con el estómago vacío y con una carpeta de versos mecanografiados bajo el brazo, esperando a ser recibido por alguien importante, esperando a que apareciera en un periódico una entrevista prometida, a que le llegara un giro con algo de dinero que le permitiese prolongar un poco más la espera. Llegó la guerra y también fue él quien la conoció de cerca y de verdad, por decisión propia. Para entonces había empezado a disfrutar algo de lo tanto tiempo esperado, la visibilidad que le trajo la publicación de El rayo que no cesa, celebrado públicamente nada menos que por Juan Ramón Jiménez en el diario El Sol, lo cual equivalía a una consagración. En la guerra, Miguel Hernández entra en posesión de todas sus mejores facultades como poeta y como militante político, pero también en eso lo acompañan el malentendido y la leyenda, la dificultad de encajar en los estereotipos de nadie. Su evolución política no es menos chocante que la rapidez de su maduración literaria: en 1935 aún escribía poemas y conatos de autos sacramentales influidos por el catolicismo entre místico y fascista de su amigo Ramón Sijé; en septiembre de 1936 es miembro del Partido Comunista y cava trincheras recién alistado en el Quinto Regimiento. Pero tampoco cuadra, ni física ni metafóricamente, en la fotografía canónica de los poetas comprometidos con la causa republicana: vive con los soldados en los frentes, no en los despachos de la Alianza de Intelectuales. Y cuando en 1939 todo se derrumba, él se queda vagando en la intemperie de Madrid mientras casi todos los demás encuentran el camino del exilio. No hubo plaza en ningún avión ni pasaporte de última hora para quien había puesto su vida entera, su nombre y su literatura al servicio de la República; para quien no podría esperar clemencia de los vencedores ni tampoco esconderse en el anonimato.

 

Demasiado inocente o demasiado aturdido por la derrota, elige la peor huida posible y va a meterse él solo en la boca del lobo. Como Lorca buscando refugio en Granada, Miguel Hernández regresa con cabezonería suicida a su pueblo y a la cercanía de su mujer y su hijo, y en septiembre de 1939, ni siquiera con 29 años cumplidos, cae en la red de las cárceles y los procesos sumarísimos para no salir ya nunca. Nadie mejor que los paisanos y los convecinos de uno para abatirlo a traición con la quijada de Caín. El trato que recibe de los vencedores -civiles, militares, eclesiásticos- revela la catadura de un régimen construido expresamente sobre la venganza de clase. Miguel Hernández es el retrato robot del vencido, el enemigo perfecto.

 

Pero su martirio real no nos exime de la necesidad de mirar su figura completa como escritor y como hombre, que es mucho más rica que todos los estereotipos levantados sobre ella. Vivió en su tiempo, no en el nuestro. Hizo poemas a la Virgen María y también los hizo a Stalin. Cuando la cultura predominante en España era la antifranquista, Miguel Hernández fue elevado a un altar en el que convenía que destacara la parte más combativa de su obra, el estatuto de poeta voluntariamente popular que él asumió con todas las de la ley en los años de la guerra y que culmina en Vientos del pueblo; también, aunque en menor medida, en El hombre acecha, donde tan visible como la militancia política es el desaliento por la carnicería y la destrucción que ya duran demasiado, el puro espanto ante lo peor de la condición humana: Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre.

 

Pero en la ansiosa modernidad de los años ochenta, de pronto, ya no había sitio para Miguel Hernández: los mismos rasgos que habían contribuido a su consagración ahora lo volvían anacrónico. En un país donde no hay actitud intelectual más celebrada que el desdén, nada era más fácil de repente que desdeñar a Miguel Hernández: había que ser cosmopolitas, y él resultaba demasiado autóctono; neuróticamente urbanos, y Hernández parecía demasiado rural; adictos a las modas capilares e indumentarias, y él permanecía congelado en su cabeza rapada y sus ropas de pana. En una época, los años ochenta, en la que estaba de moda despreciar con un mohín a Antonio Machado, Miguel Hernández tenía algo de antigualla embarazosa. No era un poeta: era una letra de canción anticuada.

 

Quizá ahora estamos en condiciones de mirarlo como fue y de leer de verdad su poesía, más allá de los pocos poemas que algunos recordamos todavía, los que se hicieron célebres en la resistencia y en la primera transición. El trabajo acumulado de los biógrafos -Agustín Sánchez Vidal, José Luis Ferris, Eutimio Martín- nos permite un conocimiento sólido de una vida demasiado breve y mucho más rica en pormenores y resonancias que cualquier estereotipo: la vida no de un inocente, ni de un buen salvaje exótico, ni la de un santo, sino la de un hombre que sobreponiéndose a circunstancias terribles logró hacer de sí mismo aquello que soñó desde que era un chaval pastoreando cabras: un poeta y un hombre en la plenitud de su albedrío.

 

En una literatura tan pudibunda y tan temerosa de lo sentimental como la española, él escribió sin reparo sobre el deseo sexual, sobre su ternura masculina de esposo y de padre. Su mejor poesía política conserva una fuerza de belleza y rebeldía que la hace muy superior a la de Neruda. Neruda no habría escrito jamás, por ejemplo, El tren de los heridos. Le faltaba empatía verdadera hacia los seres humanos, y no había compartido sus padecimientos. Neruda se declaró siempre maestro de Hernández, y sin duda lo fue en algún momento, pero yo tengo la sospecha de que el Canto General le debe a Vientos del pueblo mucho más de lo que el propio Neruda habría estado dispuesto a reconocer. En Miguel Hernández lo más íntimo y lo más político, la emoción privada y la arenga pública, se conjugan más estrechamente que en ningún otro poeta. Y en el Cancionero y romancero de ausencias, la hondura y el despojo provocan un estremecimiento que es el de las cimas más solitarias de la literatura, el del Libro de Job y las Coplas de Jorge Manrique y François Villon y Fray Luis de León y la Balada de la cárcel de Reading y Antonio Machado. Toda retórica ha sido abolida, todo rastro de amaneramiento. Los versos tienen a veces una impersonalidad desnuda de poesía popular, de letra flamenca o de romance antiguo; en ellos se nota la doble sombra triste de Machado y de Lorca, los otros dos poetas aniquilados por la guerra: Písame,/ que ya no me quejo./ Ódiame,/ que ya no lo siento./ No me olvides/ que aún te recuerdo/ debajo del plomo/que embarga mis huesos.

 

Demasiado viene durando ya la espera. Ahora que va a hacer un siglo que nació ha llegado el tiempo de leer a Miguel Hernández.

 

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 07/03/2010 en EL PAÍS.

 

 

 



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Resposta  Mensagem 2 de 8 no assunto 
De: talvez Enviado: 20/04/2010 23:59

 

La cebolla es escarcha

cerrada y pobre.

Escarcha de tus días

y de mis noches.

Hambre y cebolla,

hielo negro y escarcha

grande y redonda.

 

En la cuna del hambre

mi niño estaba.

Con sangre de cebolla

se amamantaba.

Pero tu sangre,

escarchada de azúcar

cebolla y hambre.

 

Una mujer morena

resuelta en luna

se derrama hilo a hilo

sobre la cuna.

Ríete niño

que te traigo la luna

cuando es preciso.

 

Tu risa me hace libre,

me pone alas.

Soledades me quita,

cárcel me arranca.

Boca que vuela,

corazón que en tus labios

relampaguea.

 

Es tu risa la espada

más victoriosa,

vencedor de las flores

y las alondras.

Rival del sol.

Porvenir de mis huesos

y de mi amor.

 

Desperté de ser niño

nunca despiertes.

Triste llevo la boca

ríete siempre.

Siempre en la cuna

defendiendo la risa

pluma por pluma.

 

Al octavo mes ríes

con cinco azahares.

Con cinco diminutas

ferocidades.

Con cinco dientes

como cinco jazmines

adolescentes.

 

Frontera de los besos

serán mañana,

cuando en la dentadura

sientas un arma.

Sientas un fuego

correr dientes abajo

buscando el centro.

 

Vuela niño el la doble

luna del pecho

él, triste de cebolla,

tú satisfecho.

No te derrumbes.

No sepas lo que pasa

ni lo que ocurre.


Resposta  Mensagem 3 de 8 no assunto 
De: talvez Enviado: 22/04/2010 23:37
 
 

 

Sigo con otra mirada a Miguel Hernández  en El País:

 

 

 

 

Inocencia y compromiso

ALFONSO GUERRA 07/03/2010

 

La celebración del centenario del nacimiento de Miguel Hernández es ocasión propicia para animar a los jóvenes a leer a uno de los más grandes poetas en lengua castellana y para hacer una relectura fiel a los valores literarios del poeta.

El objetivo de lograr que Hernández se conozca se explica por la inmensa calidad y calidez de su obra y por un acto de justicia histórica, para no añadir una herida más, la del olvido, al hombre y al poeta que declamó: Con tres heridas yo/ la de la vida/ la de la muerte/ la del amor.

La lectura fiel, adecuada, de su obra es para desterrar el tópico de un Miguel Hernández cuya actuación política desmereció su calidad artística.

A lo largo de su vida, Miguel Hernández dio siempre pruebas de su inocencia y a la vez de su vocación comprometida. Sus inicios como poeta –escribe sus primeros versos a la edad de 15 años mientras pastorea las cabras de la familia– muestran su contemplación admirada del mundo que le rodea, riscos, arroyos y pájaros cantores.

Pronto cambiará el poeta los paisajes de Orihuela por la poesía gongorina –¿quería demostrar al universo poético madrileño y a sí mismo que él también podía escribir esa poesía culta?–. Mas no tardará el poeta en dedicar sus esfuerzos a una poesía religiosa que ha de tenerse como la mejor del género en la primera mitad del siglo XX.

Su segundo viaje a Madrid y, especialmente, su conocimiento de Pablo Neruda y Vicente Aleixandre darán un giro a sus preocupaciones líricas. No rechazará su neocatolicismo, simplemente se le olvida la devoción: Me libré de los templos, sonreídme,/ donde me consumía con tristeza de lámpara/ encerrado en el poco aire de los sagrarios.

El conflicto de ausencia de Dios lo sustituye el poeta por la ausencia de la mujer amada. Miguel encuentra el amor, se enamora de Josefina y ya nada será igual, el amor deja de pertenecer al universo del pecado para franquear las puertas de la felicidad, del goce natural, de la naturaleza, volviendo así a su formación infantil en los campos: Salté al monte de donde procedo.

El libro de poemas amorosos El rayo que no cesa marcará una ruptura en la vida y la obra de Miguel. Aparece la pena del poeta, la pena de amor insatisfecho, la pena de tantos elementos espirituales con los que el joven poeta quiere marcar una cesura con su etapa de catolicismo; ya ha sentido la influencia de la poesía sin pureza de Pablo Neruda, y lo confiesa con su nítida claridad: Me llamo barro aunque Miguel me llame./ Barro es mi profesión y mi destino/ que mancha con su lengua cuanto lame.

Será el estallido de la guerra la circunstancia que señalará el compromiso de Miguel. Se alistará con pronta voluntad al Quinto Regimiento. Sin uso de las especiales condiciones que asistían a los intelectuales que apoyaron la República, marchará al frente como zapador sin tomar en consideración la oportunidad de la que otros disfrutaban de permanecer en la retaguardia, en el Palacio Heredia-Spínola, sede de la Alianza de los Intelectuales Antifascistas, donde estaban sus amigos poetas.

Mas lo que importa es cuál fue la evolución de su espíritu poético, qué cambios produce en la obra del poeta las circunstancias de la guerra. Miguel creará una nueva poética, dedicará sus versos a los soldados que defienden los valores republicanos. Escribirá poesía bélica, comprometida, con el objetivo de flagrar la lucha por la civilización de los soldados, para hacer resplandecer como fuego o llama la causa de la justicia. Publicará Viento del pueblo con un subtítulo que nos confirma cuál es la motivación de la obra: Poesía en guerra.

Durante años el poemario bélico de Miguel no fue aceptado por los especialistas y escritores. El prejuicio de considerar al rapsoda de guerra como el intelectual que acata las consignas políticas y las pone en verso les cegó, no supieron acceder a la profunda emoción que anidaba en la conciencia del poeta lo injusto de la guerra.

Hernández ejercita su compromiso político esgrimiendo la palabra pura, inocente, como un arma más, nos narra lo que ve y, sobre todo, lo que siente, en una práctica poética en primera persona que construye un espacio de quejas y bravuras, animando a los soldados fruto de vientres pobres a desquijarar leones para liberar a España de la invasión fascista.

La justicia de la historia ha ido transmutando las opiniones críticas acerca de tan serio y humano poemario. Así, en la década de los sesenta, José Manuel Caballero Bonald, sin temor ni prejuicio, afirmará: “Se trata de uno de los libros más emocionantes, limpios y fervorosos que ha producido la poesía española en la primera mitad del siglo XX”.

Y es que Miguel Hernández, cuando muestra su compromiso con la causa republicana en sus poemas no lo hace abdicando de su condición de poeta, de su oficio; concreta su compromiso con la palabra, con su bien decir, con su bien nombrar las cosas, ¿no es ésta la función de la poesía?

Para su canto épico Miguel no encontrará más verso que el romance, como idóneo canto narrativo, pero hará un romance subjetivo, en primera persona, en clave de biografía propia, con el que nos revela su función: Si yo salí de la tierra,/ si yo he nacido de un vientre/ desdichado y con pobreza,/ no fue sino para hacerme/ ruiseñor de las desdichas,/ eco de la mala suerte,/ y cantar y repetir/ a quien escucharme debe/ cuanto a penas, cuanto a pobres,/ cuanto a tierra se refiere.

El ruiseñor de las desdichas está aún más claramente aplicado a la contienda político-militar, en una prueba más de que su compromiso político no le separa de su inocencia poética, en el poema Vientos del pueblo me llevan: Cantando espero a la muerte,/ que hay ruiseñores que cantan/ encima de los fusiles/ y en medio de las batallas.

Miguel es un ruiseñor que canta en medio de las batallas, un poeta que crea con la pureza del alma mientras suenan los obuses y se rompen las entrañas. Pues Miguel se sentía poeta, como confiesa en la dedicatoria del libro a Vicente Aleixandre: “A nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres. (…) Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este hoy de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidos al pie de cada siglo”.

En cuanto a la militancia en organizaciones políticas sabemos que fue presidente de las Juventudes Socialistas de Orihuela, cargo que pronto abandonaría para mantenerse distante de la militancia política. Tras su muerte se habló con insistencia de su pertenencia durante la guerra al Partido Comunista, aunque tal circunstancia fue siempre negada por su esposa, pero ya en la década de los noventa se halló la ficha de afiliación de Hernández al Quinto Regimiento, en el que aparece como militante comunista. Es éste un dato claro, aunque algunos autores dudan de su veracidad debido a las irregulares circunstancias de los registros propios de la guerra.

El poeta comprometido sufriría algunos cambios en su actitud con los acontecimientos que se sucederían. Tras su visita a la URSS, María Zambrano explicó: “Fue a la vuelta de su viaje a la Unión Soviética cuando en Valencia, en las últimas veces que le vi, aparecía vuelto hacia dentro, enmudecido. Cualquier pregunta hubiese sido improcedente, ya que la respuesta era él, él mismo, a solas con aquello que dentro de su ser sucedía”.

Si desde el comienzo de la guerra en Miguel se produjo una lucha interior entre el deseo de libertad para su pueblo y su odio a la violencia y la muerte, será con la aproximación del final de la contienda, con la acumulación de la visión de tanta sangre y muerte y con la aparición de la consciencia de la derrota cuando afloren los más tiernos sentimientos de tristeza. En contraste, la noticia de la llegada de su hijo explosionará su vitalidad y deseos de futuro, cortados en la raíz con dos hechos cercanos en el tiempo que produjeron el deterioro del poeta, la derrota de los republicanos y la muerte de su hijo.

El poeta ético, moral, había entregado su fe y sometido a riesgo su vida por una causa noble en la que perdería todo lo que le hacía vibrar. Juan Ramón Jiménez, con su acritud habitual, salva a Miguel de sus críticas: “Los poetas no tenían convencimiento de lo que decían. Eran señoritos, imitadores de guerrilleros, y paseaban sus rifles y sus pistolas de juguete por Madrid, vestidos con monos azules muy planchados. El único poeta, joven entonces, que peleó y escribió en el campo y en la cárcel fue Miguel Hernández”.

Así fue considerado como el poeta del pueblo por los combatientes, argumento utilizado en su procesamiento cuando fue detenido, a pesar de que todos le aconsejaban que se marchase fuera del país y que él optara por buscar a su mujer y a su hijo en Cox, como “el más inocente y confiado de los muchachos” (Carmen Conde).

En la cárcel, gravemente enfermo, sin atención médica, se le dejará morir. Aún se intenta la renuncia de sus ideas a cambio de la libertad y la cura. Se le pide que manifieste haber sido engañado por los “enemigos de España”. ¿Fue tal vez un intento de compensar el gran impacto negativo para los vencedores del asesinato de Federico?

Miguel se niega en un acto de conjunción sublime de su inocencia y su compromiso, el de pensar que no habrían de ser tan perversos como para dejarlo morir en una celda inmunda por negarse a abjurar de sus ideas, y si así fuera cómo podría él romper su compromiso con lo que cree, con lo que alimenta su fe de ser humano que busca la verdad y la justicia. Inocencia y compromiso desde la inicial manifestación de su vocación poética hasta el borde del abismo de una muerte digna para el poeta e ignominiosa para sus no tan indirectos asesinos.

En el procedimiento sumarísimo de urgencia, incoado por la Auditoría de Guerra de Madrid, ninguna acusación de delito alguno se le hace a Miguel, salvo ser autor de algunos poemas que se citan, como la Canción del esposo soldado.

En su declaración el poeta confiesa que su obra recoge la labor que como escritor antifascista y al servicio de la causa del pueblo ha desarrollado durante la guerra, glorificando la causa roja y recomendando la resistencia a la invasión.

La sentencia considera probado que Miguel Hernández ha publicado numerosas poesías, crónicas y folletos y que ello constituye un delito de adhesión a la rebelión, por lo que se le condena a la pena de muerte.

Su actividad poética culmina en una actitud humana que confirma la inocencia y el compromiso de Miguel Hernández, uno de los más grandes poetas de la literatura española.

 

 


Resposta  Mensagem 4 de 8 no assunto 
De: talvez Enviado: 22/04/2010 23:44
 
 
 

    VALS DE LOS ENAMORADOS Y
    UNIDOS HASTA SIEMPRE


    No salieron jamás
    del vergel del abrazo.
    Y ante el rojo rosal
    de los besos rodaron.

    Huracanes quisieron
    con rencor separarlos.
    Y las hachas tajantes
    y los rígidos rayos.

    Aumentaron la tierra
    de las pálidas manos.
    Precipicios midieron,
    por el viento impulsados
    entre bocas deshechas.
    Recorrieron naufragios,
    cada vez más profundos
    en sus cuerpos, en sus brazos.
    Perseguidos, hundidos
    por un gran desamparo
    de recuerdos y lunas,
    de noviembres y marzos,
    aventados se vieron
    como polvo liviano:
    aventados se vieron,
    pero siempre abrazados.

                             Miguel Hernández

    siempre

     
     

Resposta  Mensagem 5 de 8 no assunto 
De: talvez Enviado: 25/04/2010 04:39

JOAN MANUEL SERRAT Miguel Hernández

Versos para cantar

 

No toda la poesía vale para ser cantada.

Cierto que a todo se le puede poner música y que todo puede ser cantado, desde la guía telefónica hasta el manual de instrucciones de un lavavajillas, pero es dudoso que textos de este calado alcancen a conmover a un auditorio como se espera de una buena canción.

Por lo general y salvo excepciones, una buena letra de canción tiene una estructura, un ritmo, una rima, un murmullo que la mece y la transporta mansamente hasta el oído, donde un argumentario manejado con sensibilidad se encargará de acercarla al corazón.

Luego está la música, pero eso ya es otro cantar.

No toda la poesía vale para ser cantada, ni todos los poetas sirven para escribir canciones.

A lo largo de más de cuarenta años de dedicarme a este oficio y de haberlo intentando de maneras varias, incluyendo tentativas de colaboración con plumas contrastadas y brillantes, en alguna ocasión me sorprendió la simpleza de los textos con la que algún reconocido hombre de letras respondió a mis requerimientos de escribir canciones en complicidad. Quizá el vate, convencido de antemano de que la canción popular no pasa de ser un arte menor mas cercano al alfarero que al escultor, cayó en el pecado que denunciaba Antonio Machado: despreciar cuanto se ignora, aunque también cabe la posibilidad de que el buen hombre no supiera hacerlo mejor. Bien sea por lo uno o por lo otro, mi experiencia me reafirma en que de la misma manera que detrás de un buen autor de canciones no hay necesariamente un buen poeta, tampoco al revés o viceversa.

Afortunadamente, también existen García Lorca y Rafael de León y Manolo Vázquez Montalbán y Mario Benedetti, por citar algunos magníficos letristas de canciones por derecho y, al tiempo, buenos poetas como muestra de que entre poesía y canción no media una frontera clara.

A este grupo de poetas manifiestamente musicales corresponde Miguel Hernández. Versos de rima clara y cadencioso ritmo que vienen de fábrica con la música puesta. Poesía escrita para ser cantada.

La mejor prueba de ello es que somos muchos los que con más o menos acierto, con mayor o menor fortuna, nos hemos atrevido a musicar y cantar sus versos, y diría yo que con el beneplácito del autor.

No me parece a mí que se le hubieran caído los anillos escuchando sus versos hechos canción a quien en el prólogo de Viento del pueblo insiste en que los poetas debían estar en el aire y pasar soplados a través de todos los poros. Probablemente no hubiese estado de acuerdo con muchas de las músicas con las que unos y otros hemos envuelto sus poemas, pero sin duda no le hubiera resultado ajena la peripecia.

De hecho, en vida del poeta, Lan Adomian, judío neoyorquino nacido en Ucrania integrante de la Brigada Lincoln, les puso música a algunos de sus poemas con su visto bueno y activa complicidad, y se sabe que trabajó en un himno oficial para la II República que debería haber sustituido al de Riego.

Si no le hubiera gustado que sus poemas olieran a canción, no existiría una Canción del esposo soldado, ni una Canción primera, ni una Canción última.

Titular un libro como: Cancionero y romancero de ausencias indica claramente que concebía esos versos como algo coral, musical y compartido.

Buena parte de sus obras de teatro incluyen pasajes explícitamente escritos como canciones en los que, junto a otras acotaciones, se indican los instrumentos que debían acompañarlos y donde coros como los de vendimiadoras y vendimiadores de El labrador de más aire recuerdan a los que suelen gastarse en las zarzuelas.

Otro ejemplo son las conocidas Nanas de la cebolla, escritas como seguidillas y que envía a su mujer diciéndole: “Ahí te mando coplillas.

Quien ensayó todo un abanico poético, desde la octava real hasta el soneto y el alejandrino, termina apostando por canciones al modo popular.

Como Miguel Hernández, creo en el placer de cantar, de cantar por el gusto de cantar, así como también creo que la canción es un buen modo de difundir la voz de los poetas, aunque confieso que ésa no ha sido nunca la razón que me ha movido a ponerles música. Si algo me ha llevado a hacerlo ha sido el descubrir en versos ajenos aquello que yo quería decir y de la manera en que el otro lo dijo. El resultado de toparme con versos que cantan y que me hicieron cantar con ellos.

Es difícil sustraerse a la simpatía que genera ese hombre que, como dice José Agustín Goytisolo: “Nace, escribe, muere desamparado”, pero, por encima del cariño a la persona y al ideario de Miguel Hernández, han sido la contundencia de su poesía, su vigencia y sobre todo su musicalidad las que me ha empujado a proponer una segunda entrega de sus versos hechos canciones, que, bajo el título de Hijo de la luz y de la sombra, supone una prolongación y también un complemento del trabajo que apareció en 1972.

Aventando sus versos, redondos y frescos como si hubieran sido escritos ayer y aquí, me uno a la celebración del centenario de su nacimiento y rindo un fraternal homenaje al poeta, al niño cabrero, al amigo desgajado, al amante exiliado, al padre huérfano, a la víctima de las cárceles de la dictadura, al hombre que cada vez que colgaba al sol los sueños, la vida le dejaba carbón, pero también me rindo homenaje a mí y a todos y cada uno de nosotros.

JOAN MANUEL SERRAT en EL PAÍS

 

http://www.youtube.com/watch?v=IgAT0jwnVzA&feature=related

 

 

 

PARA LA LIBERTAD

 

 Para la libertad, sangro, lucho, pervivo.

Para la libertad, mis ojos y mis manos

como un árbol carnal, generoso y cautivo,

doy a los cirujanos.

 

Para la libertad siento más corazones

que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,

y entro en los hospitales, y entro en los algodones

como en las azucenas

 

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan

ella pondrá dos piedras de futura mirada

y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan

en la carne talada.

 

Retoñarán aladas de savia sin otoño

reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.

Porque soy como el árbol talado que retoño

porque aún tengo la vida.

 

 

 

 


Resposta  Mensagem 6 de 8 no assunto 
De: talvez Enviado: 09/05/2010 01:56
 
 
 
 

 

 

 

CANCIÓN DEL ESPOSO SOLDADO

He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.

Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.

Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.

Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.

Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.

Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.

Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.

Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.

Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano,
y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.

Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.

Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.

 

 

 

 
 
 
Me inunda la pena junto con la emoción por la pasión que este
 
hombre destila, Miguel, Miguel Hernández, grande, auténtico, poeta.
 
Quien tu mujer fuera!
 
 
 
 
 

Resposta  Mensagem 7 de 8 no assunto 
De: talvez Enviado: 16/05/2010 20:48
 
 
 
 

 btvmorir-.jpg picture by talvez_2007

 

YO NO QUIERO MÁS LUZ QUE TU CUERPO ANTE EL MÍO

 

Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío:

claridad absoluta, transparencia redonda.

Limpidez cuya extraña, como el fondo del río,

con el tiempo se afirma, con la sangre se ahonda..

 

¿Qué lucientes materias duraderas te han hecho,

corazón de alborada, carnación matutina?

Yo no quiero más día que el que exhala tu pecho.

Tu sangre es la mañana que jamás se termina.

 

No hay más luz que tu cuerpo, no hay más sol: todo ocaso.

Yo no veo las cosas a otra luz que tu frente.

La otra luz es fantasma, nada más, de tu paso.

Tu insondable mirada nunca gira al poniente.

 

Claridad sin posible declinar. Suma esencia

del fulgor que ni cede ni abandona la cumbre.

Juventud. Limpidez. Claridad. Transparencia

acercando los astros más lejanos de lumbre.

 

Claro cuerpo moreno de calor fecundante.

Hierba negra el origen; hierba negra las sienes.

Trago negro los ojos, la mirada distante.

Día azul. Noche clara. Sombra clara que vienes.

 

Yo no quiero más luz que tu sombra dorada

donde brotan anillos de una hierba sombría.

En mi sangre, fielmente por tu cuerpo abrasada,

para siempre es de noche: para siempre es de día.

Miguel Hernández

 

 
 
 
 
 
 

Resposta  Mensagem 8 de 8 no assunto 
De: talvez Enviado: 14/11/2010 03:53

 

 

 

 
 

 

 

 

 

    MADRE ESPAÑA

 

Abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra,
con todas las raíces y todos los corajes,
¿quién me separará, me arrancará de ti,
madre?

Abrazado a tu vientre, ¿quién me lo quitará,
si su fondo titánico da principio a mi carne?
abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa,
¡nadie!

Madre: abismo de siempre, tierra de siempre: entrañas
donde desembocando se unen todas las sangres:
donde todos los huesos caídos se levantan:
madre.

Decir madre es decir tierra que me ha parido;
es decir a los muertos: hermanos, levantarse;
es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo
sangre.

La otra madre es un puente, nada más, de tus ríos.
El otro pecho es una burbuja de tus mares.
Tú eres la madre entera con todo su infinito,
madre.

Tierra: tierra en la boca, y en el alma, y en todo.
Tierra que voy comiendo, que al fin ha de tragarme.
Con más fuerza que antes, volverás a parirme,
madre.

Cuando sobre tu cuerpo sea una leve huella,
volverás a parirme con más fuerza que antes.
Cuando un hijo es un hijo, vive y muere gritando:
¡madre!

Hermanos: defendamos su vientre acometido,
hacia donde los grajos crecen de todas partes,
pues, para que las malas alas vuelen, aún quedan
aires.

Echad a las orillas de vuestro corazón
el sentimiento en límites, los efectos parciales.
Son pequeñas historias al lado de ella, siempre
grande.

Una fotografía y un pedazo de tierra,
una carta y un monte son a veces iguales.
Hoy eres tú la hierba que crece sobre todo,
madre.

Familia de esta tierra que nos funde en la luz,
los más oscuros muertos pugnan por levantarse,
fundirse con nosotros y salvar la primera
madre.

España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos
de dolor y de piedra profunda para darme:
no me separarán de tus altas entrañas,
madre.

Además de morir por ti, pido una cosa:
que la mujer y el hijo que tengo, cuando pasen,
vayan hasta el rincón que habite de tu vientre,
madre.

 

 

 

 

 

 


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