Por razones que escapan a mi entendimiento seguí el juego del amor a pesar de que mi veteranía, mi sentido común, y mi sexto sentido corroboraban que iba a ser todo una diversión por parte de ambos en la que el final no podía ser bueno dada la inicial manera de contactar fortuita, en apariencia, pero interesada de los protagonistas.
Pero el afán de conocer de cerca a una verdadera bruja para poder adquirir más conocimientos sobre los extraños comportamientos de algunos seres terrenales , podía más que el riesgo que entrañaba la aventura. Porque las brujas no sólo van en escoba por el espacio, también habitan entre nosotros. Ella se decía casta y pura. Por añadidura, actitudes y aptitudes de mujer ejemplar eran argumentos de los que presumía, sin presumir, en todo momento que tenía ocasión.
Erase que yo aguanté todos los sermones habidos y por haber, que volaban desde la castidad a la gula, de la lujuria a la humildad, de la caridad a la soberbia, siguiendo su juego, como si yo hubiera nacido ayer. Le confié mis aventuras y desventuras, mis tragedias y alegrías.
Nació una corriente de simpatía entre ambos que en mi caso se convirtió en pasión desbocada. Contenida, eso sí. La situación lo demandaba de este modo, y yo siempre he tenido gran espíritu de sacrificio y más paciencia que el santo Job.
Mi asombro era cada vez mayor de su capacidad de desdoblamiento de personalidad, ora mujer, ora bruja, sin el menor atisbo de vergüenza. Sin pudor alguno y sin un ápice de piedad.
Como Dios castiga sin palo, lo que al principio era un juego para mí, y por supuesto que para ella, la bruja, digo, he de reconocer que pasado un tiempo era como una droga sin la que Kimax, o sea yo, no podía vivir.
Sin embargo, al igual que la cabra siempre tira al monte, la bruja lo hace hacia el espacio montada a horcajadas en una escoba.
En su soledad infinita y amarga, gusta de reírse en las reuniones de brujas y brujos de su onda. Festejan los aquelarres eufóricamente aunque vacíos de amor y sentimientos; si bien, al humano de a pie le intentan convencer de todo lo contrario, haciendo gala siempre de su aparente sensibilidad, extrema educación y falsos sentimientos profundos.
El amor lo dicta el corazón, aunque puestos a atribuirles funciones a los órganos corporales, yo me inclinaría más por el hígado. Es allí, o bien en el páncreas, donde siento un vuelco, un vacío melancólico, más que en el corazón, cuando el amor llama a mi puerta. Pero no sólo los órganos vitales intervienen cuando a uno le alcanza una flecha de San Valentín. En mi caso siempre se involucra inevitablemente el cerebro. La mezcla de ambos son los que dictan sentencia a mi conciencia sobre si un amor me es o no conveniente. Ya sé que esto último es altamente impopular y se alzarán voces de algunos románticos que dirán que el amor cuando surge, imposibilita al cerebro, lo bloquea y no atiende a razones.
En mi caso no es así, afortunadamente para mí y para mi sufrida personalidad. Esto actúa como un antídoto, como un escudo ante cualquier caso de embrujamiento. Yo lo recomendaría a todas personas fácilmente “enamorables” para evitarles mal de amores o depresiones.
Ella se dio cuenta de que no iba a hacer carrera conmigo, que yo sólo estaba dispuesto a involucrarme con personas limpias, que son con las que mejor llena uno sus vacíos y con las que no se siente la fría espada de la soledad, y que recíprocamente se entrega uno mismo en cuerpo y alma a su cómplice.
Se fue con la escoba por otros lares, no sin antes hacerse la víctima, la incomprendida y aparentemente escandalizarse por mis acusaciones de su actitud hipócrita.
Para despejarle dudas de que yo no actuaba por intuición si no con pleno conocimiento de causa, tuve que mostrarle pruebas irrefutables de su propio modo de actuar, destapando y enseñándole sus propias miserias, su lenguaje y su comportamiento que hubieran escandalizado a la más promiscua de las mujeres de Alejandría.
“No eres mi tipo”, pensé. Pero no por bruja, que me encantan, y siempre he sentido una intensa fascinación hacia ellas, si no por mentirosa y falsa.
Ahora, cuando el manto del tiempo me ha cubierto con el paso de lo irremediable, siempre que veo una bruja, me acuerdo de ella. Lo pasé bien durante ese tiempo, aunque a punto estuvo de hacerme daño si me pilla despistado. Actualmente podría hacer una tesis sobre brujas. Aprender no ocupa lugar.