Carmencita Echeverri era una santa.
Moribunda en su lecho rememoró lo que habían
sido sus ochenta y tres años de sacrificios,
apretó el rosario que siempre tuvo entre sus
huesudas manos. Se santiguó.
Posó sus labios
virginales sobre el cristo y exhaló el último
suspiro en esta terrenal vida. El cielo sería su
recompensa. Apoyada en toda una vida de
expiaciones ajenas, de rezos y penitencias
se convirtió en la virgen y matrona de su credo,
alentada por la obsesión materna y un temor
exacerbado a las tentaciones del maligno fue
predestinada desde pequeña a convertirse en mujer
del único varón puro y digno, el cristo crucificado
, tarea sombría y pesada que sin embargo ella
asumió con la sumisión que se requería.
Su madre, mujer forjada en las amarguras del abandono
y en los delirios místicos juró después de una visita
mariana, que su hija estaría al servicio divino, fue así
como Carmencita se preparó para el cumplimiento de su sino,
alejada de los juegos infantiles de las niñas de su edad
se sumergió entre los lamentos de las oraciones y letanías,
entre libros amarillentos que narraban las vidas
de Santa Teresa de Jesús, Santa Rita de Casia y muchas
otras que habrían de servirle como fuente de inspiración.
Su casa fue su monasterio, para que encerrada allí,
envejeciendo con sus paredes, palideciendo con sus sueños,
se hiciera la sierva del Dios, la más digna de su amor,
la mas pura y la más casta, la jamás profanada,
la nunca mal pensada. Carmencita enterró cualquier
vestigio de flaqueza. Cerró los ojos a la mirada de cualquier
hombre, clausuró y echó llave a los deseos de la carne
con los que el demonio la tentaba , se encerró en
su parca habitación para entre latigazos y rezos purificarse
de aquellos pensamientos, su devoción la llevó entonces
a involucrarse en la legión de María, el grupo de damas
del santísimo sacramento, las siervas de Cristo,
Carmencita estaba siempre dispuesta a cualquier sacrificio
y esfuerzo, al ayuno de los miércoles y sábados,
a la peregrinación en rodillas hacía la ermita,
a los treinta y tres latigazos, a los siete días de
silencio…cualquiera prueba era poco para dar muestra
de su fe inquebrantable ¿Cómo entonces podría haber
duda de que su destino fuera el cielo?.
Allí llegó. Recibida en la puerta por un ejército de ángeles fue conducida a la presencia del creador
-Bienvenida a tu morada eterna, hija mía, te la has ganado
Luego fue llevada en volandas a su etérea habitación
-Y ahora, ¿Qué haré?- Preguntó
-Ahora te dedicarás a ser feliz –le contestó uno de ellos
-¿Y que tengo que hacer para ello?
-Nada
-¿Nada?
-Nada, recuérdalo, estás en el cielo
-Pero, ¿Y los rezos?, ¿las oraciones?, ¿las vigilias?, ¿Los ayunos?
Los ángeles se miraron extrañados y le dijeron
-Eso acá no tiene sentido.