Y
comenzamos juntos un viaje hacia la aurora
como dos fugitivos de la misma
condena.
Lo que ignoraba entonces no he de callarlo
ahora:
No valías la pena.
Ya llegaba el otoño, y ardía el
mediodía.
Sentí sed. Vi tu copa. Pensé que estaba
llena,
pero acerqué mis labios y la encontré
vacía.
No valías la pena.
Te di a guardar un sueño, pero tú lo
perdiste,
o acaso abrí mis surcos en la llanura
ajena.
Es triste, pero es cierto. Por ser tan
cierto, es triste:
No valías la pena.
Fuiste el amor furtivo que va de lecho en
lecho,
y el eslabón amable que es más que una
cadena.
Pero hoy puedo decirte, sin rencor ni
despecho:
No valías la pena.
Me alegré con tu risa; me apené con tu
llanto,
sin pensar que eras mala ni creer que eras
buena.
Te canté en mis canciones, y, a pesar de mi
canto,
no valías la pena.
Me queda el desencanto del que enturbió una
fuente,
o acaso el desaliento del que sembró en la
arena.
Pero yo no te culpo. Te digo,
simplemente:
No valías la
pena.