Me dijeron que les dijo que les dijera lo que ya habíamos dicho, pero que no
íbamos a decir para que no dijeran que decimos lo que no debemos decir. Porque
nosotros sabemos cosas que nadie sabe aunque todos saben lo que sabemos y no se
sabe con certeza, pero de todos modos es bien sabido. Este jeroglífico se ha
hecho muy usual en estos tiempos de rumores y secretos a voces y de hablar por
hablar poniendo cara de sabelotodo, dejando puntos suspensivos a cada frase
rubricada generalmente con un vos sabés de qué hablo, ¿no? Y uno, que es un
tonto, para no quedar mal y, sobre todo, para no pasar como ignorante acepta con
un claro, claro, que de claro no tiene nada.
El valor del rumor ha aumentado su cotización en el mercado informativo
chismoso y generalmente malintencionado y tendencioso.Se hace muy difícil entre
tanta información desparramada por redes sociales e infinitos medios de
comunicación saber a ciencia cierta las cosas que ocurren en todos los ambientes
sociales.Antes el rumor se instalaba y circulaba en oficinas, fábricas, bares,
peñas, peluquerías y en los apasionados debates que en los breves períodos
democráticos se desarrollaban frente a las pizarras de los diarios de mayor
venta. Este vejete recuerda las acaloradas discusiones frente a La Razón, La
Nacion o Clarín a fines de la década del 50 sobre laica o libre, las dos
opciones para la educación pública. El dólar sólo se veía en las películas
norteamericanas, y como predominaba el blanco y negro en los filmes, ni siquiera
lucían su color verde esperanza de riqueza.
Los rumores existían y formaban parte importante del imaginario popular, pero
tardaban mucho más en llegar a rincones apartados de nuestra geografía. Los
noticieros, aun en tiempos democráticos, eran mucho más parcos en su información
y no se arriesgaban a dar noticias bomba sin previa y rigurosa confirmación, el
condicional no se usaba tan frecuentemente y sólo se afirmaba algo cuando la
certeza era total. Claro que se cometían errores y que la mala intención
tergiversadora se filtraba de tanto en tanto, pero eran situaciones
excepcionales. En tiempos de dictadura las cosas eran siniestramente manipuladas
o censuradas, y ahí el rumor en voz muy baja y con terror a que fueran
individualizados los portadores de noticias se deslizaba en corrillos que
asentían con guiños cómplices o mirando para otro lado con cara incrédula y un
¿te parece? Yo no creo.
Con el retorno de la democracia hace casi treinta años se abrió la
posibilidad de decir lo que se había mantenido callado tanto tiempo y ahí se
comenzó a ver la influencia que podían ejercer los rumores, fueran ciertos,
inventados o mitad y mitad. Los años 90 irrumpieron con adelantos tecnológicos
que convirtieron al mundo en aldea global y el siglo XXI trajo la revolución de
Internet, la telefonía celular, Facebook, Twitter y la catarata sofisticada e
incontrolable de avasallamiento de la más elemental privacidad.
Políticos, vedettes, artistas, científicos, gobernantes y todo tipo de capa
social fueron y son arrastrados a la obscena muestra de toda intimidad. Un Gran
Hermano permanente, un quilombo para todos. ¿Quieren ver cómo me baño, con quién
me acuesto, cómo evacuo ideas o necesidades? ¿Les apetece saber las salidas
nocturnas de sus estrellas favoritas? No espere como antes a que salga la fotito
en Radiolandia cada semana, no, ya, ya, apriete el botón y se lo mostramos,
compre ya, llame ya y desparrámelo. ¿Quiere hacer una broma o vengarse de
alguien que lo trató mal? Ponga en su Twitter que esa persona acaba de morir y
festeje la jodita con sus amigos mientras la familia de su enemigo pasa un mal
rato, infartos incluidos. Derroque presidentes, declare guerras, publique lo que
usted crea cierto aunque no lo sea y será un anónimo vengador.