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De: Ruben1919  (Mensaje original) Enviado: 08/09/2014 01:58

Haciendo memoria

Martes 1ro de abril de 2008, por Susana Guzner

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Artículo publicado con el consentimiento de su autora y por cortesía de la editorial "Egales".


Es un grueso error de apreciación la creencia generalizada de que el mayor genocidio finisecular de la historia argentina fue obra exclusiva de la dictadura militar que detentó el poder durante el período 1976-1983. En rigor, la terrorífica escalada “anti- subversiva” se inició mucho antes, prácticamente desde que los peronistas ganaron las elecciones en 1973.

Mi única hermana, Ana María Guzner, trabajaba como bibliotecaria en la Universidad de Ciencias Económicas de La Plata y militaba en el Partido Socialista de los Trabajadores, formación política legal con representación parlamentaria. El 5 de septiembre de 1975, cuando en compañía de otros cuatro compañeros se dirigía en coche a una fábrica en huelga - su partido colaboraba con los obreros en una “olla popular”- fueron secuestradxs en una calle céntrica por un comando de la autodenominada Alianza Anticomunista Argentina (Triple A). Sus cuerpos violados, torturados, mutilados y ametrallados a quemarropa aparecieron horas después en las afueras de la ciudad. Tenía treinta y tres maravillosos años.

No estaban entonces los “milicos” en el poder: desde julio de 1974 la presidenta era Estela Martínez de Perón, quien en su condición de Vicepresidenta electa asumió el cargo a la muerte del entonces Presidente, su marido Juan Domingo Perón.

El embrión de La triple A fue gestado ya en 1973 por José López Rega, viejo adlátere del matrimonio Perón en sus años de exilio y posteriormente Ministro de Bienestar Social durante el gobierno de Estela Martínez de Perón, alias Isabelita (su nombre artístico como cantante de cabaret en Panamá). Esta organización terrorista clandestina formada por expertos mercenarios de diversas nacionalidades y elementos policiales y militares argentinos hizo su “debut estelar” durante el regreso de Perón al país. Fue en la llamada Masacre de Ezeiza: cerca de cuatro millones de personas que se habían congregado para recibir a su exiliado líder en el aeropuerto de Ezeiza en lo que suponía una colosal fiesta popular se vieron acorralados por francotiradores estratégicamente apostados en las explanadas anexas al aeropuerto. Nunca se conoció el número exacto de muertos, pero se habla de más de trescientos. Se trató, además de una matanza escalofriante, de un “aviso” claro a los sectores más progresistas del peronismo: debían cuidarse muy mucho de la propia ultraderecha de su mismo partido.

Pronto las diferencias internas en el seno del peronismo se ahondaron y la represión brutal se extendió a estudiantes, sindicalistas, comunistas, trabajadores, etc. de cualquier signo político y por último a cualquier ciudadana o ciudadano considerado “subversivo”.

Prueba fehaciente de las macabras intenciones de Isabel Perón y sus secuaces fue El decreto 261, firmado el 9 de febrero de 1975 - más de un año antes del golpe militar, en marzo del 76 - por el cual se ordenaba al ejército “neutralizar y/o aniquilar” a la subversión y que fuera suscrito por López Rega (Ministro de Bienestar Social), Carlos Ruckauf (Ministro de Trabajo) e Ítalo Argentino Luder (Presidente provisional del senado y por unos días Presidente de la Nación por “ausencia técnica” -eufemismo por “confusión mental transitoria” - de la presidenta en funciones.

Pero no fue el único decreto con fuerza de ley. Ocho meses después, en octubre de 1975, se firman los Decretos Número 2770, 2771 y 2772, conocidos como “Los Decretos de Aniquilamiento” y publicados en el Boletín Oficial de la Nación el 4 de Noviembre del mismo año. Expresan la necesidad de enfrentar la actividad de elementos subversivos, considerando lo propuesto por varios ministros, determinando la constitución del Consejo de Seguridad Interna a cuyo frente estaba la Presidenta de la Nación e integrado por todos los Ministros del Poder Ejecutivo Nacional y los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas. Las resoluciones referidas a su funcionamiento eran competencia exclusiva, en todos los casos, del Presidente en funciones. Quienes acompañaron en la firma a Ítalo Luder fueron Carlos Ruckauf, Ministro de Trabajo; Antonio Cafiero, Ministro de Economía, Manuel Araoz Castex, Ministro de Defensa, Carlos Emery, Ministro de Bienestar Social, y Ángel Robledo, Ministro del Interior. Al regreso de su estadía en un hotel de la Fuerza Aérea en la provincia de Córdoba, Isabel Perón no derogó la vigencia de los mismos.

Poco tiempo después - el 24 de marzo de 1976 - los militares se hicieron con el poder, maniobra previamente pactada con la ya inviable presidenta, acosada por todos los frentes y absolutamente incapacitada política, mental y emocionalmente. Durante su mandato, desde julio de 1974 y hasta marzo del 76, habían sido encarceladas, torturadas, asesinadas o desaparecidas un número indeterminado de personas. No hay cálculos “oficiales”, naturalmente, pero se estima en unas dos o tres mil vidas segadas.

La dictadura así instaurada, pues, con los decretos aún vigentes en la mano - los cuales le otorgaban una paradójica legalidad a su meta de exterminio masivo de opositores en nombre de la “subversión” - continuó la macabra labor ya iniciada y la sistematizó, aplicó y perfeccionó con repugnante frialdad nazi contando incluso con el silencio o la anuencia manifiesta de algunos partidos políticos de diversas ideologías y de señaladas personalidades de la intelectualidad. Su macabra historia es de sobra conocida.

Tanto Isabel Perón como sus escuadrones de la muerte y demás responsables quedaron sin castigo hasta hace muy poco tiempo. La política de Derechos Humanos impulsada por el presidente Néstor Kirchner y que continúa la actual Presidenta Cristina Fernández han permitido la admisión a trámite de las miles de denuncias por casos de asesinatos y desapariciones anteriores al golpe militar y ya han sido detenidos y están siendo procesados varios de sus cabecillas. La justicia argentina ha solicitado asimismo la extradición de la ex presidenta Perón - exiliada desde 1977 en España en su costosísima villa cercana a Madrid - para que responda por sus actos ante los Tribunales.

Es una gran noticia para Argentina. Nadie nos devolverá la risa, el aroma, el amor, la vida de nuestras personas amadas, pero sus verdugos conocerán el rigor de la justicia. El dolor del alma seguirá como una huella indeleble, pero reconforta comprobar que, tarde o temprano, quien a fuego mata a fuego muere, aunque un juicio justo con todas las garantías legales y una cárcel protegida no parezca castigo suficiente a sus repugnantes crímenes.

Poco importa. El mensaje preñado de esperanza que transmite cada asesino en el banquillo es el emocionado, trémulo pero indestructible lema que ha mantenido viva la memoria de todo mi pueblo: ¡Nunca más!

Ana Hermana

Para Ana, hermana única e imprescindible, violada, torturada, mutilada y asesinada por la execrable “Triple A” de Isabel Perón el cinco de septiembre de 1975 en la Plata, Argentina

Mis piernas están frías y el teléfono no suena.

La razón habla su propio idioma, interroga conociendo las respuestas. Como me disgustan las trampas, tampoco me alegran los acertijos con réplica probable. Por consiguiente, desprecio a la razón.

Y la clarividencia se hace dueña y señora.

Bach se enamora de sí mismo, soberano y ajeno a mi devenir.

Hoy es una tarde para recordar pero mi memoria holgazanea friolenta por entre los rincones.

Holgazanea y escucha: la música la seduce.

Le digo, imperativa: “Memoria, recuérdame”. Sonríe evasiva y temerosa, suplicando piedad a no sé qué flagelamientos.

Suspiro una, dos, tres cuatro veces. Dicen que al tiempo se le da tiempo, pero ignoro si a la memoria se le da memoria.

¿Pero qué quiero evocar? ¿Y por qué?

Bach se fuga por las ventanas añorando la cuna barroca donde ensoñó sus quimeras primigenias.

Mi memoria se adormece al fuego de las reminiscencias como un gato holgazán sobre las zapatillas de su ama ¿Cómo podría interrumpir su letargo si conozco el dulce sopor de ese clave que obedece una y otra vez a lo que Bach le manda sonar, una y otra vez?

Ven, Ana, siéntate aquí. A mi lado. Como antes.

Ya no quiero que el teléfono anuncie esa llamada. Es tiempo de mirarme a mí misma, sin testigos. Mi memoria se ha desvelado y comienza a hablar.

Ana, hermana, dame tu mano. Como antes. Dámela.

Arrullada por la música recuerdo, recuerdo, recuerdo.

Calles días calores Punta Lara el Río de la Plata chapoteamos charquitos calientes un payaso velador verde ¡Shh, Pompón, ya no ladres! los jazmines de mamá bicicleta atardeceres caramelos Lerithier tornasoles laurel pompas de jabón la plaza Matheu juguemos a la selva que los cumplas feliz, sopla y pide tres deseos, Coro Universitario colores enfados risas Fiat 600 minifaldas ciclos de Buñuel Antonioni Bergman helados Laponia, sopla, sopla pide tres deseos y apaga las velas, treinta y tres, treinta y tres, treinta y tres años.

Dolor, dolor, mucho dolor. Mucho. Aterrador. Réquiems ahogados en todas las gargantas. La mía muda de espanto.

Tuve una vez mi yo duplicado en ti, Ana, hermana de sangre y aleluyas de vida compartida y una madrugada, era el mes de la primavera en el hemisferio sur, en la sombra yo desperté a quien me rodeaba con un grito inacabable porque sabía, estaba sabiendo lo que esa madrugada de primavera sucedía, te sucedía, hermana de existencia indispensable.

Mi memoria es tan artera como un gato sobre las zapatillas grises de su ama y la mando a callar.

Bach ya no se fuga: consiste.

El teléfono ha sonado pero no respondo e impido a cualquiera que lo haga.

Hoy es tarde de piernas frías y mi memoria me confiesa al oído que, cuando recuerda, es implacable.

Abrázame, fuerte, fuerte, Ana, hermana. Como antes.

Te veo como si te viera. La voz, tu voz, la has perdido y yo también. Primer y aciago jirón de ausencias que se esfuma cuando quienes no están se han ido pero siguen estando y siendo. La voz. Tu voz.

No percibo que ha caído la tarde que se hace noche. Simplemente me rindo a la evidencia de que los objetos se tornen negros a mi alrededor y que ya no veo su sombra desplomarse indolente tiñendo de ceniza los objetos.

La tarde se ha hecho noche y no he hecho nada para que suceda.

Como pinceladas de lívida esfumatura la música encuentra su sitio entre las tinieblas, derrocha exhuberancias en fa mayor y nos acaricia la memoria con mano tibia.

Cuéntame, Ana. Los crepúsculos desean saber dónde moras y yo ansío robarle al tiempo tu tiempo robado.

Por mi parte, te cuento, no he hecho más que permanecer, toda y abierta de oídos, de manos, de corazón ¿Y tú?

Amabas a Bach. Te marchabas asida de su mano al dulce territorio de lo callado y yo te reprochaba lo mucho que tardabas en regresar...

Deberé encender la luz, alguna luz, al menos.

Mi casa huele a almíbar y a leño quemado. La lámpara reemplaza a un sol que hoy no fue porque nubes y pinta de claroscuros los libros y las botellas.

El sol injuria moribundo a la lámpara acusándola de impostora.

Háblame, Ana. Dime qué fue después de esa madrugada de primavera en el hemisferio sur. Necesito saber el después, lo que no vino porque ya no estabas, pero ahora estás y has venido.

Amabas a Bach y sigues amándolo, porque ya no lo oigo casi. Te lo has quedado para ti. Tus sentidos - ¿Sientes? Dímelo, te lo ruego, dímelo - se han liberado y la música ha encontrado su origen. La noche traga a sorbos tus ojos y caen en el pozo donde todas las quejas son inútiles.

Mírame, Ana, hermana. Como antes. Mírame.

No me preguntes qué se siente al caer la tarde: estás aquí, conoces la respuesta.

¿Cuántas veces te he regalado, el alma muerta de llorarte muerta, un Badinerie por no tener espumas que lo suplanten?

Te decía: eres como Bach...Y la sonrisa que me devolvías se parecía, realmente, al húmedo rincón adonde van a parar los exquisitos encajes de una fuga que ya no huye.

Te he dado y me has sido dada como una moneda de oro, sus dos caras igualmente válidas, igualmente posibles. Pero duele, ay, si duele.

Dime, Ana ¿Qué fue después? Madrugada, acosada, mutilada, matada, enterrada, llorada.

¿Piensas en mí? ¿Me ves, me presientes, me vigilas, me proteges, me conduces?

¿Padeces mi sed, alborozas mis alegrías, hueles mis aromas, caminas mis caminos, besas mis besos?

Tú vives, siempre.

Yo vivo. Y te sobrevivo, a veces.

Cuéntame, abrázame, Ana. Como antes.

Fragmento cada uno de tus miembros y los convierto en rosas rojas de recuerdo para regalarte un homenaje a ti misma.

Te digo un secreto: mi incertidumbre me dice que he cosechado con mano demasiado generosa. Tal vez por eso ya no tenga semilla.

Mi risa, aunque triste, alcanza a responderme que tengo un secreto. Que las cosechas. Que la semilla.

Yo y mi sonrisa renacemos sin pausa. A veces.

Te cuento otro secreto: apenas despierto cada mañana amenazo al vacío: “el día que yo llore todo lo que tengo por llorarla...”

El vacío no se inmuta. Ha escuchado tantas veces la misma inútil amenaza...

Hay acontecimientos que hallan su fuerza en el acto de acontecer. Más tarde son solo humo. O nada de humo.

Y a mí me acontece, Ana hermana, que estoy construida de ellos y toda reminiscencia hecha palabra se torna inevitablemente fatua. Etérea, volátil.

Cómo hablar de ti...

Te callo para que ya nunca te vayas de mi lado, para que no vuelvan a despojarme de tu vida, impalpable como un acontecer. No otra vez. No, no, no otra vez.

Porque aconteció, Ana, aconteció. Y te fuiste. No: te fueron ¿A quién le importaba que fuera primavera en cualquier hemisferio si expoliaron tus latidos a cambio de nada? Eras una blanca rosa fragante, discreta, magnánima, dadora, creciendo humildemente en tu vergel.

¡Escucha, escucha, improviso unas rimas!

Hierba de monte no estorba

Pero está prohibido sepa perfumar

Quien te arrancó conocía

El indudable peligro

Del aroma hecho plural.

Los asesinos odian los jardines.

Te has emocionado, lo he sentido en mi piel... En mi costado, en el sitio donde no estás estando, el espacio sin cuerpo se ha agitado con un escalofrío dichoso.

Así, Ana, así. Acunémonos como dos amigas del alma, como hermanas de abandono, como nenúfares intocados reflejándose en el cristal de un lago impasible.

Tengo dolores agazapados en recónditos huecos malva dispuestos a revivir apenas una ráfaga de viento los alimente de oxígeno.

Como recuperar tu voz. Tu voz. Habla, di, cuenta. Canta, Ana, canta.

La brisa sabe de mis penas, y por eso huye.

Y por eso la amenazo.

Entre todos los robos, en el ojo de un huracán de despojos, nuestras horas con Bach son la bandera arrebatada a la furia irracional de los instintos homicidas.

He llevado ese tiempo conmigo por dondequiera que he ido y conmigo me lo llevaré, cuando deba ser, como prueba irrefutable de que toda voluntad es posible si verdaderamente se ama a la música.

Me miras, Ana, intuyo que me miras. Me comprendes, Ana, Ana, Ana, comprendes lo que digo porque lo decíamos y lo sabíamos.

Suspiro entre dos ahogos.

Bocanada de luz entre dos sombras.

¡Ay, cuánto, cuánto dolor!

Hacíamos piruetas en el alambre de la doble vida. Nunca sabrán los verdugos que Bach se instalaba cómplice entre nosotras, noche, dos criaturas, cortinas, brisa, humedad, grillos, escondite recóndito de padres insomnes, más tarde dos mujeres, hermanas, tan cercanas la una a la otra que la una parecía la otra y la otra la una. Y la Suite Número Uno enlazándonos como una arpegiada e iridiscente tela de araña.

Así, Ana, prolonguemos este instante infinito hasta el infinito, abracémonos fuerte, muy fuerte, muy fuerte, ya no quiero volver a perderte, quédate en mí, como antes. Escucha: este canon se enseñorea en nuestro abrazo y nos besa el espíritu, los pómulos, la frente. Descansemos, como antes. Quédate, no me dejes.

Bach era un cuenco cálido donde reposábamos los huesos agotados de escamotearle vida a la muerte. Como hoy, como esta tarde.

Es nuestro más profundo secreto, éste.

Y nuestra mayor venganza.

"De Punto y aparte", relatos. Editorial EGALES S.L., España. 2004. ISBN: 84-953-46-70-2.



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