Todos los duendes se dedicaban a construir dos palacios, el de la
verdad y el de la mentira. Los ladrillos del palacio de la verdad se creaban
cada vez que un niño decía una verdad, y los duendes de la verdad los
utilizaban para hacer su castillo. Lo mismo ocurría en el otro palacio,
donde los duendes de la mentira construían un palacio con los ladrillos
que se creaban con cada nueva mentira. Ambos palacios eran
impresionantes, los mejores del mundo, y los duendes competían duramente
porque el suyo fuera el mejor.
Tanto, que los duendes de la mentira, mucho más tramposos y marrulleros,
enviaron un grupo de duendes al mundo para conseguir que los niños
dijeran más y más mentiras.
Y como lo fueron consiguiendo, empezaron a tener muchos más ladrillos,
y su palacio se fue haciendo más grande y espectacular. Pero un día, algo raro ocurrió
en el palacio de la mentira: uno de los ladrillos se convirtió en una caja de papel.
Poco después, otro ladrillo se convirtió en arena, y al rato otro más se hizo
de cristal y se rompió.
Y así, poco a poco, cada vez que se iban descubriendo las mentiras que habían
creado aquellos ladrillos, éstos se transformaban y desaparecían, de modo
que el palacio de la mentira se fue haciendo más y más débil,
perdiendo más y más ladrillos, hasta que finalmente se desmoronó.
Y todos, incluidos los duendes mentirosos, comprendieron que no se pueden utilizar
las mentiras para nada, porque nunca son lo que
parecen y no se sabe en qué se convertirán.
Pedro Pablo Sacristan
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