Salgo a tomar mate al jardín que cultiva mi esposa.
Los rumores del barrio se entremezclan con el helecho, feraz, con las macetas coloridas de pensamientos y con el malvón, cariñoso.
El jardín es virtual.
El patio del departamento está embaldosado de rojo, es pequeño entre la pared medianera y los muros del edificio. Arriba, del balcón de otro departamento asoma medio manubrio de bicicleta y cosas de metal. Chatarra, como la de mi vecino de la infancia.
Mi madre cultivaba también malvones. Y la mamá de mi esposa. La suavidad del malvón es como la de las manos maternas. Mis hijas deben haber sentido las caricias de mi esposa con la misma ternura con que yo, aquéllas que me enseñaron a hacer la señal de la Cruz. Recuerdo su tacto. Y evoco esas manos -ya anciana mi madre- pequeñas, arrugaditas, dando vuelta las tostadas para tomar mate con mi padre, cuando se sentaba al lado de la cocina porque le molestaba permanecer de pie.
Mi madre escuchaba la radio y, desde el jardín, mi infancia oía -como percibo yo ahora la radio de mi vecino- voces ininteligibles cual puntos suspensivos. Y la voz de mi vecina llama a su hijo, que le responde un ya voy desganado.
Un canario canta no sé dónde.
Mi padre criaba canarios, flores coloridas con música.
Junto a una maceta veo una bolsa de polietileno con tierra fértil adquirida en un supermercado.
Mi padre la compraba en baldes, a un conocido que vivía en las afueras de la ciudad. Mi padre me enseñó a puntear la tierra. A clavar la pala de punta -la pala ancha era para cargar baldes o carretillas-, enterrarla con el pie, levantar el terrón negro, darlo vuelta, quebrarlo con el canto de la pala, expurgarlo de las raíces largas de gramilla, deshacerlo... la última vez que tuve una pala de punta en mis manos fue para esparcir el terrón final sobre la caja de su último reposo. Mi hijo ya descansa, se libró de esa dura tarea ¿quién esparcirá ese terrón sobre mi caja, cuando mi cabeza ya no piense, ni mis manos trabajen, ni mi sexo se inmiscuya en mis ideas...? Dios quiera que, quien sea que cierre ese ciclo, no deba llorar. Yo lo cumplí con orgullo: mirá, papá -ostenté con sabor salado en mis ojos, desde mis cincuenta años-, aprendí lo que vos me enseñaste...
Un gato se asoma sobre la pared.
Me mira inquisitivo. Con insistencia. Descaradamente. Veo su cabeza -sus ojos, sus orejas, su morro- y solo una pequeña parte de su cuerpo. Parece un títere de guante. Mi tía me regaló un títere. Otra tía, Adelaida (Ade, Ada) los hacía pintando el rostro en una calabacita. También, a un amigo y a mí, nos hizo un globo multicolor de papel maché que se elevó henchido con el fuego a alcohol de quemar encendido en una latita de paté de foie sostenida con cordeles a su base abierta y se perdió como una estrella fugaz que asciende, en un cielo vespertino como éste, tapizado con la gasa de las nubes.
Han arribado las golondrinas de su viaje milenario.
Otro ciclo se ha cumplido. Danzan en el aire y se posan tintineantes en las antenas de televisión de los techos vecinos, como ayer, en los álamos de mi casa natal. Mis padres, en la plenitud de su edad, miraban cómo esas pequeñas "V" vitales anidaban en el mismo lugar que años anteriores, como hoy.
Los helechos siguen escuchando la radio, los malvones preparando sus caricias generosas y los pensamientos trinando con la voz del canario del vecino.
Por un instante salí del tiempo y me perdí en la eternidad, en el jardín que cultiva mi esposa.
Un fuerte abrazo, querid@s amig@s
Jove