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De: IKH@NN@  (Mensaje original) Enviado: 10/10/2011 20:02
 

EL EXTRAÑO

HUGO AQUEVEQUE

 

Desperté de sobresalto en el sofá, acosado por un opresor presentimiento. Ahí estaba él, sentado frente a mí en un sillón. Mirándome fijamente. Eso ya no me asustaba, muchas veces lo hizo, muchas veces salí de mis sueños y lo encontré observándome absorto, admirado. No sé cómo entró a mi casa, nunca lo sabía, yo no lo invitaba y él no pedía permiso, sólo aparecía. Jamás me molestó aquello ni tampoco le pregunté por qué lo hacía, ni siquiera cuando lo hallaba en mitad de la noche.

Esta vez su expresión es distinta, no tiene esa postura segura ni aquella sensación de paz interior que lo caracteriza, su semblante es angustiado. Algo le ocurre, y presumo que me lo contará pronto.

Lo conocí hace mucho, perdí la cuenta ya, pero me parece que desde niño ha estado rondando mi entorno. En el vecindario daba que hablar por su aspecto excéntrico, pero se acostumbraron al poco tiempo. Él es extraño. Demasiado alto, delgado como un mástil, y tan pálido como la primera hoja en blanco de un libro nuevo. Sus ojos llaman la atención, semicerrados y siempre inyectados en sangre. Lo demás es negro, sus ropas, zapatos y su pelo… absolutamente negros.

No sabemos su nombre ni donde vive, por lo general en nuestro círculo de amistades nos referimos a él como a "Jonathan", un nombre simbólico que le dimos para llamarlo de alguna manera. No habla con nadie, muy raras veces abre la boca, pero siempre está con nosotros. En las reuniones, en los paseos, en el teatro, y hasta en la guerra… aunque en bandos contrarios. Él fue quien derribó mi aeroplano en la batalla de Chteau-Thierry en 1918 cuando fui piloto del ejército Aliado. Fue una visión fugaz pero lo reconocí en el caza alemán que me disparó. Qué extraño, nunca llegamos a hablar de aquello, y más curioso aún, es que no me parece que sea alemán ni menos un simpatizante de las ideas de las potencias del Eje, su rostro afilado le da un aspecto más bien gitano.

Con los años llegué a acostumbrarme a su presencia impregnada de acontecimientos fabulosos, acontecimientos que a cualquiera pudieran admirar, pero que a su lado parecen cotidianos. Es como un magneto que atrae hechos fantásticos o, en el mejor de los casos, inexplicables, él no es un mago ni un brujo, las cosas sólo ocurren justo cuando él está presente. ¿Coincidencia?, no lo sé, jamás lo sabré.

Cuando estuve afligido por aquella decepción amorosa que me quitó las ganas de vivir, me ayudó, conversamos largo, necesitaba un amigo y él se puso en su lugar, a pesar de su distancia y frialdad, creo que era lo más cercano a uno. Caminamos por la arena de una playa mediterránea de la costa francesa, aquel día, bajo el ocaso, habían algunos niños aún chapoteando en el mar. Jugaban con un objeto oscuro y grande. Afiné mi vista, pensé que se trataba de un par de delfines, pero luego me di cuenta que eran tiburones, dos enormes tiburones revolcándose con los niños casi en la orilla de la playa. Jugando, como si se tratara de mascotas domésticas y amaestradas. Moviendo sus aletas y filudos hocicos entre las risas infantiles.

Pero en compañía de "Jonathan" eso no me asombró. Como tampoco asombraba a la gente su figura extravagante y misteriosa, ni su ropa anticuada y su caminar ligero, casi levitando. Su rostro no es agradable, es más bien feo, de una fealdad maliciosa, tiene los pómulos muy marcados y los caninos tan pronunciados que parecen colmillos, y al hablar le dan una expresión bestial a su rostro. Sin embargo, "Jonathan" siempre está en compañía femenina. Ellas lo siguen, sucumben a su penetrante mirada, en las reuniones y fiestas es común que él desaparezca por alguna oculta puerta con una o dos hermosas damas de alta sociedad. Muchas veces ha destrozado las galantes y varoniles pretensiones nuestras, él se nos adelanta, pero eso no nos incomoda, sólo nos cambia los planes, además sus relaciones son fugaces.

En una ocasión se fue con todas las mujeres presentes, fue un hecho muy especial, no sólo por el éxodo masivo de ellas.

Ocurrió en la lujosa casa de los padres de mi buen amigo René, ya hace una década, disfrutábamos una cordial velada de convivencia universitaria, y de pronto una de las féminas gritó, y al aproximarnos para ver qué sucedía, descubrimos entre los almohadones de un fino sillón una araña del tamaño de una mano. Luego aparecieron más, y más, no sabíamos de dónde salían. En minutos la sala se repletó de aquellos peludos arácnidos, estaban en el piso, en el techo, en las cortinas, en las mesas, en las ropas, por todas partes, fue una invasión. Cuando mi amigo René, entre los gritos histéricos de las damas, intentó aplastar a una, "Jonathan" lo detuvo, y nos dijo, al percibir nuestra desaprobación, que no debíamos matarlas, que las arañas eran el símbolo del destino, y matar una araña era detener ese destino, estancar nuestras vidas, que el hilo que tejían era el nexo que nos unía al futuro —de esos esotéricos matices eran todos sus discursos—. Comprendimos el mensaje (o pretendimos comprenderlo), y las enormes arañas sobrevivieron esa noche, y entre risas y comentarios, desaparecieron sin que lo notáramos, así como desaparecieron las señoritas presentes junto a "Jonathan". Las botellas de brandy nos consolaron.

Lo llegamos a considerar un amigo, y algo comparado a un maestro espiritual o un filósofo de muy pocas palabras que aparecía y desaparecía sin que lo notáramos, que andaba entre nosotros como un fantasma, muchas veces desapercibido, y otras veces, las pocas, atrozmente evidente, pero nunca nos hizo mal, al contrario, su presencia nos infundía una serenidad armoniosa.

De esa forma mágica lo vi aparecer en mi dormitorio en varias ocasiones, cuando me despertaba una pesadilla a medianoche o al levantarme por la mañana. Lo encontraba sentado en alguna silla observándome, concentrado, como una madre vigila el sueño de un niño demasiado pequeño y frágil. Ahora lo hallé de esa misma manera, en la sala. Debí quedarme dormido en el sofá mientras leía un libro. Tenía en la solapa de su chaqueta negra una notoria mancha de sangre a la que no le di mayor importancia, pero la expresión intranquila de sus facciones me llamó la atención

—¿Qué le ocurre?— le pregunté despejándome con perezosa los ojos con los puños.

—Lo que siempre me ha ocurrido, nada más— fue su desganada y ambigua respuesta.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted, mi amigo? —dije con preocupación, mientras me inclinaba para tomar un cigarrillo desde la petaca sobre la mesita de la sala.

—No puede. No hay nada que usted ni nadie pueda hacer —estaba derrotado, cabizbajo, sus maneras eran torpes y tenía un estilo poco decoroso en su postura.

Encendí el cigarro y agregué con inocente entusiasmo y una mirada de compasión amigable.

—Cuénteme lo que le ocurre, quizás entre los dos podríamos encontrar ayuda.

—¿Está seguro de querer saber?, ¿está seguro de poder creer lo que tengo que decir? —sus palabras sonaron cargadas de cierta pizca de rencor o ironía que no pude determinar con precisión.

—Claro, mi amigo. A usted lo estimo mucho y no tendría por qué dudar de su palabra —repliqué tratando de recuperar su confianza.

—Hay cosas que están por sobre la amistad, que están por sobre todas las cosas que usted conoce o considera ciertas o correctas. La existencia…, el espíritu, la materia, la creación…

No comprendí lo que quería decirme y se lo hice saber, y él, mirándome piadosamente, como a un niño sin discernimiento, replicó.

—¿No me entiende?… menos va a entender lo que me pasa. Yo no existo, colega —cuando usaba esa palabra yo lo asumía a nuestras ocupaciones en la guerra; nadie le conocía una actividad concreta—. Lo que ve usted aquí sentado en su sala no es una persona ni un ser, es sólo una visión, ¿qué le parece la noticia?…

Aún sin comprender, ahora asombrado además, me quedé mudo. Mi silencio me incomodó demasiado y la réplica de "Jonathan" no se hizo esperar y, aunque defensiva, la sentí como un verdadero salvavidas:—Dígalo… Me cree loco, ¿no es verdad?

Pensé que hablaba en forma metafórica, pero al mirar sus ojos rojos capté la sinceridad y objetividad de sus palabras. No logré dar crédito a lo que me decía, no podía, quizás su mente estaba alterada, y se encontraba atravesando por una fugaz pérdida de cordura. Me incomodó mucho su afirmación, y moviéndome nervioso en el sofá, dije contrariado.

—¿Una visión?, ¿qué me quiere decir?, yo lo veo, lo escucho, lo puedo tocar, lo puedo oler, lo puedo hasta asesinar, y nadie puede asesinar lo que no existe.

—Se puede, camarada, claro que se puede. Yo soy un sueño, soy producto de la arbitraria imaginación de un durmiente. Todos aquí lo somos, pero yo pude darme cuenta, porque sólo yo soy el producto de una fantasía, sólo yo no tengo pasado ni memoria. Usted y sus amigos son verídicos, ustedes son un recuerdo de entes de carne y hueso, reflejos de personas reales, de seres con un alma, que después de acabado el sueño seguirán viviendo; yo soy un invento, un ser ficticio. Es terrible, he vivido pensando, temiendo, que mi creador despierte y me quite la existencia sin alma, que algún nocturno ladrido de perro lo saque de su sueño, que un sobresalto le espante el descanso, que un terremoto lo mate y en consecuencia me mate a mí.

—No puedo creer lo que me dice, es asombroso… pero dígame, si usted es un sueño… si todos somos un sueño ¿por qué hemos vivido tanto tiempo?, yo a usted lo conozco desde siempre, ¿acaso quién nos sueña duerme eternamente?

—Un sueño, mi amigo, puede durar un minuto, pero ése es el tiempo en que se duerme, el tiempo real en la existencia del soñador, no obstante, en ese sueño puede transcurrir una vida entera si se quiere, una vida de fantasía en un minuto terrenal. El tiempo onírico es extremadamente relativo y muy diferente al que usted conoce, véalo como otra dimensión distinta, como una desconocida quinta o sexta dimensión totalmente subjetiva, que no se rige por las leyes convencionales de la física y la matemática.

—¿Pero, cómo puede saber todo eso?, ¿cómo determinó que usted es un sueño… que todos somos un sueño?

—Míreme. ¿Le parezco un hombre normal?, ¿le parece corriente mi aspecto?, ¿soy lógico?, yo no pertenezco a este lugar, amigo, soy diferente, convénzase, soy un esclavo, tengo dueño, hago lo que dice mi amo, el que me sueña. Aparezco y desaparezco de la escena sin quererlo yo, soy un personaje, un prototipo de un deseo que se ha hecho visual, el protagonista de ese libro que lee usted no tiene nada que envidiarme a mí, tanto él como yo somos imaginarios, no somos dueños de nuestro destino, pero a diferencia de él, yo dejaré de existir pronto y caeré en el más absoluto olvido, sólo seré un recuerdo efímero del soñador, en cambio, el personaje de su libro puede llegar a ser eterno. He vivido con miedo toda mi exigua vida, con el miedo de que mi dueño despierte y que me asesine al hacerlo, cada minuto es una incertidumbre horrorosa, cada minuto me ahoga más la angustia de morir en cualquier momento. Estoy desesperado, ya no puedo más, mi paz exterior siempre ha sido aparente, por dentro estoy destruido en absoluto, quebrado, sin alma y sin voluntad.

—Lo compadezco mi amigo, me encantaría poder ayudarlo, si hubiera algo en este mundo que pudiera hacer por usted, lo haría sin dudarlo, pero sospecho que tiene usted razón, no hay nada que pueda hacer, es lamentable, pero lo que me cuenta apenas lo puedo comprender… ¡apenas lo puedo creer!

—He decidido terminar con esto— "Jonathan" se puso de pie cuan largo es, traía sujeta a sus hombros una larga capa negra—. Llámelo suicidio si usted desea, pero decidí despertar a mi dueño. He logrado aprender a sugestionarlo, de alguna manera aprendí a conducir su sueño, cosas sutiles, pero suficientes para provocar en él desviaciones en la historia que va creando para mí, desviaciones que pudieran despertarlo y terminar con todo esto de una vez.

—¡¿Cómo?!… ¿usted puede intervenir en el sueño de su creador?

—Por supuesto, he hecho algunos experimentos para confirmarlo y me han dado resultado, en este preciso momento lo estoy haciendo —y "Jonathan" sacó un revólver desde uno de sus bolsillos, un revólver completamente cromado, reluciente—. Sé como despertarlo. Un hecho violento lo hará abrir los ojos, un hecho aberrante que él mismo está provocando en su cerebro sin darse cuenta. Y usted, mi amigo, será testigo.

—¡¿Pero qué va a hacer con esa arma?!, ¡guárdela! ¿No estará pensando matarse?, por favor, no lo haga, piénselo, quizás usted esté equivocado.

—No lo haré mi amigo, no sacaría nada con darme un tiro, en este sueño yo soy inmortal —sus caninos se asomaron en su boca y los vi más bestiales que nunca, terroríficos, y apuntando sorpresivamente el cañón hacia mí, añadió—. Le dispararé a usted.

—¡¿Qué dice?!, ¡por Dios!, es una broma, ¿no es cierto?

No hubo respuesta, sólo el sonido estruendoso de dos disparos que sin preámbulo dieron de lleno en mi pecho, a la altura del corazón. Caí de rodillas al piso, agonizante, asombrado; mi camisa y mis manos empapadas en sangre. Con experta diligencia "Jonathan" acomodó el acero caliente en mi frente, el olor a polvora era asqueroso y el humo asfixiante, y me dijo con una lágrima corriendo por su mejilla:—Perdóneme. Yo no hago esto, es otro —y presionó el gatillo nuevamente.

Un reflejo espasmódico me hizo darle una patada a la mesita en medio de la sala, escuchaba a lo lejos los ecos del impacto. Me encontré sentado en el sofá, con el libro abierto en mi regazo. Mi cuerpo sudaba, la luz del sol entraba a raudales por la ventana quemándome las pupilas. Toqué mi pecho a ciegas, apresurado, con miedo; nada había, nada de sangre ni dolor. Recorrí mi cabeza con las dos manos, y aparte de la humedad corporal todo era normal. Respiré aliviado todavía sin comprender, me incliné hacia adelante para tomar los cigarrillos que estaban sobre la mesita, y el libro cayó al piso. No pude dejar de mirarlo, quedó abierto y con la cubierta hacia arriba: «Drácula de Bram Stoker», el libro que estaba leyendo cuando me dormí.

En ese momento lo entendí todo, el soñador era yo, "Jonathan" lo sabía, siempre lo supo. Miré mi reloj de bolsillo y toda una vida había transcurrido en sólo diez minutos que había dormido.

Y me di cuenta que, a pesar de tener otro nombre aquí, "Jonathan" estaba equivocado, él era eterno en esta vida, viviría en la consciencia de la humanidad para siempre, nunca sería un recuerdo como lo sería yo algún día. A pesar de ser ficticio, él era inmortal.

Una leve sonrisa se dibujó en mi seca boca. Muy relajado me eché hacia atrás en el sillón con las manos en la nuca. Siempre quise ser aviador, desde muy niño, pero el destino quiso que terminara ahogado entre libros contables, sin embargo, me reconforto cada vez que sueño que soy un gran piloto, aunque ineludiblemente me derribe un avión alemán en la última gran guerra…

 



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