—Les traigo un mensaje de
Roberto.
— ¿Qué pasó, tía? —indagué,
nervioso.
—Él está muy contento porque
existe una posibilidad para que a ustedes les den la visa para Estados Unidos.
—Qué bueno, ¿y cómo consiguió
eso? —preguntamos y se debió notar que nos cambió la expresión de la cara.
—No se las van a dar pasado
mañana. Pero hay que hacer una cosa antes —dijo y su tono me produjo
desconfianza.
—Es muy sencillo… Roberto estuvo
hablando con la DEA y le pidieron un favor a cambio de visas para todos
ustedes. Lo único que tienen que hacer es escribir un libro sobre el tema que
quieran, siempre y cuando en ese libro se mencione a su papá y a Vladimiro
Montesinos, el jefe de inteligencia de Fujimori en Perú. Además, en ese libro
usted tiene que asegurar que lo vio aquí en Nápoles hablando con su papá y que
Montesinos llegaba en avión. El resto del contenido del libro no importa.
—No son tan buenas noticias, tía
—interrumpí.
— ¿Cómo no, acaso no quieren las
visas?
—Una cosa es que la DEA pida que
digamos algo que sea cierto y que yo no tenga problemas en contarlo, pero otra
cosa es que me pida que mienta con la intención de hacer un daño tan grande.
—Sí, Marina —intervino mi madre—,
es muy delicado lo que nos están pidiendo, porque ¡cómo vamos a hacer nosotros
para justificar unos dichos que no son ciertos!
—¿Y eso qué les importa? ¿Acaso
no quieren las visas? Si no conocen a Montesinos y a Fujimori qué les importa
decir eso… si lo que ustedes quieren es vivir tranquilos. Esta gente les manda
a decir que la DEA quedaría muy agradecida con ustedes y que nadie los
molestaría en Estados Unidos a partir de ese momento. También ofrecen la
posibilidad de llevar dinero para allá y usarlo sin problema.
—Marina, no quiero meterme en
problemas nuevos testificando cosas que no son ciertas.
—Pobrecito mi hermano Roberto,
con los esfuerzos que está haciendo para ayudarles y a la primera ayuda que les
consigue ustedes dicen que no.
Molesta, Alba Marina se fue esa
misma noche de Nápoles.
Pocos días después de ese
encuentro y ya de regreso en Bogotá, recibí una llamada. Era la abuela Hermilda
desde Nueva York, donde estaba de paseo con Alba Marina. Luego de explicar que
había viajado en plan de turista me preguntó si necesitaba que me trajera algo
de allá. Ingenuo y aún sin entender el enorme significado de lo que
representaba que mi abuela estuviera en ese país, le pedí que comprara varios
frascos del perfume que no podía conseguir en Colombia.
Colgué desconcertado. ¿Cómo era
posible que la abuela estuviera en Estados Unidos siete meses después de la
muerte de mi papá, si hasta donde yo sabía a las familias Escobar y Henao les
habían cancelado la visa?
Ya eran varios los eventos en los
que mis parientes aparecían con vínculos no claros con los enemigos de mi
padre. Sin embargo, en la lucha por conservar la vida dejamos que el tiempo
pasara sin indagar más allá de las simples suspicacias.
Transcurrieron varios años y ya
radicados en Argentina, donde habíamos ido a parar tras el exilio, no pudimos
salir del asombro al ver en un noticiero de televisión la noticia de que el
presidente de Perú, Alberto Fujimori, había escapado a Japón y notificado su
renuncia vía fax.
La sorpresiva dimisión de
Fujimori, tras diez años de Gobierno, se había producido una semana después de
que la revista Cambio publicó una entrevista en la que Roberto afirmaba que mi
padre había aportado un millón de dólares a la primera campaña presidencial de
Fujimori en 1989.
También aseguraba que el dinero
había sido enviado a través de Vladimiro Montesinos, que según él viajó varias
veces a la hacienda Nápoles. Mi tío agregó a la revista que Fujimori se había
comprometido a facilitar que mi padre traficara desde su país cuando asumiera
la Presidencia. En la parte final de la entrevista aclaró que no tenía pruebas
de lo que estaba afirmando porque según él la mafia no dejaba huella de sus
acciones ilegales.
Semanas después salió al mercado
el libro Mi hermano Pablo, de Roberto Escobar, con 186 páginas, de la editorial
Quintero Editores, que ‘recreó’ la relación de mi padre con Montesinos y
Fujimori.
En dos capítulos Roberto narró la
visita de Montesinos a la hacienda Nápoles, la manera como traficaba cocaína
con mi padre, la entrega de un millón de dólares para la campaña de Fujimori,
las llamadas de agradecimiento del nuevo presidente a mi padre y el
ofrecimiento de colaboración por la ayuda económica prestada. Al final, una
frase me llamó la atención: “Montesinos sabe que yo lo sé. Y Fujimori sabe que
yo lo sé. Por eso se cayeron los dos”.
Roberto relató episodios en los
que aseguró haber estado presente, pero que mi madre y yo jamás vimos ni
escuchamos.
No sé si se trata del mismo libro
que nos sugirieron escribir para obtener las visas a Estados Unidos. La única
certeza sobre este asunto llegó de manera accidental en el invierno de 2013,
con la llamada de un periodista extranjero a quien le había expresado mis sospechas
en algunas ocasiones.
—Sebas, Sebas, ¡tengo que
contarte algo que me acaba de ocurrir y no puedo aguantar hasta mañana!
—Cuéntame, ¿qué pasó?
—Recién acabo de cenar aquí en
Washington con dos antiguos agentes de la DEA que participaron en la persecución
a tu padre; Me reuní con ellos para hablar sobre la posibilidad de estar
contigo y con ellos en una futura serie de televisión para Estados Unidos sobre
la vida y muerte de Pablo.
—Bueno, ¿pero qué fue lo que
sucedió? —insistí.
—Saben mucho del tema, y se dio
la posibilidad de que yo les mencionara tu teoría sobre la traición de tu tío,
de la que tanto hemos hablado. ¡Pues es cierto! Yo no lo podía creer cuando me
confesaron la existencia de su colaboración directa en la muerte de tu viejo.
—¿Ves que yo tenía la razón? Si
no, ¿cómo explicar que los únicos exiliados en la familia de Pablo Escobar
somos nosotros? Roberto siempre ha vivido tranquilo en Colombia, lo mismo que
mis tías, sin que nadie los toque ni los persiga.