Un día un hombre pasaba cerca de una casa de su vecindario y vio a una viejecita en una mecedora; a su lado estaba su esposo, también de avanzada edad, leyendo el periódico. En medio de ambos se encontraba un perro que gemía como si algo le doliera. El hombre, que miraba atentamente, se sorprendió al ver y escuchar al perro y su gemir.
Al siguiente día el mismo hombre volvió a pasar cerca de la misma casa. Una vez más vio a la pareja de ancianos en sus mecedoras y a su perro acostado en medio de ambos, gimiendo igual que el día anterior.
Preocupado, el hombre se prometió que si al día siguiente volvía a escuchar al perro gemir le preguntaría al respecto a la apacible pareja.
Al tercer día, y para su sorpresa, vio la misma escena: la viejecita que se mecía, su esposo que leía atentamente el periódico y el perro que estaba acostado en el mismo sitio, gimiendo.
Él no pudo soportarlo más.
—Discúlpeme señora — dijo respetuosamente a la dama — ¿qué le pasa a su perro?
— ¿Al perro? — Le devolvió la pregunta — El perro está acostado sobre un clavo.
Desconcertado, el hombre respondió:
—Si está acostado sobre un clavo y le duele ¿por qué no se mueve a otro sitio?
La viejecita sonrió y respondió con voz tierna y compasiva:
—Eso, hijito mío, significa que el clavo le molesta tanto como para gemir, pero no lo suficiente como para cambiar de lugar...
Hay algo de verdad en esto: En ocasiones nos quejamos, decimos estar hartos de algo y replicamos que es hora de cambiar pero no hacemos nada para mejorar nuestra situación.