La afirmación que da título a este texto parafrasea una analogía que Jorge Riechmann ha empleado en varias ocasiones durante los últimos años [1]. Se trata de un símil médico que nos permite distinguir cuatro dimensiones de la economía política del medioambiente: la etiológica, la nosológica, la yátrica y la terapéutica. En otras palabras, partiendo de esta metáfora organicista podemos formular preguntas acerca de las causas de la enfermedad, sus rasgos distintivos, el agente de los pertinentes cuidados y terapias y, finalmente, el carácter de dichos cuidados y terapias. En las páginas que siguen nos aproximaremos sucesivamente a cada una de estas preguntas.
1. Las causas de nuestra enfermedad
La metáfora médica que encabeza este artículo sugiere un origen causal bien explícito: el patógeno es el capitalismo. Surge aquí una dificultad, y es que el capitalismo, interpretado como un sistema socioeconómico basado en la iniciativa privada y la libre competencia, es algo que, sencillamente, nunca ha existido. No disponemos de un solo ejemplo histórico de una forma semejante de organización de nuestras relaciones económicas, y muy probablemente ello se deba a que un experimento de esta naturaleza colapsaría en cuestión de semanas. Un vistazo a la historia económica sirve para constatar que eso a lo que hemos venido denominando capitalismo es en realidad una forma muy específica de patrocinio colectivo del poder privado. En lugar de iniciativa privada y libre competencia, lo que hallamos en nuestra historia económica son prolongadas intervenciones a gran escala para desviar la riqueza fruto del esfuerzo colectivo hacia la provisión de infraestructuras, la formación de trabajadores especializados, la investigación básica, el desarrollo de tecnología, la subvención directa, la garantía de precios monopolísticos, la protección contra competidores extranjeros, el auspicio de los derechos de inversión o los periódicos rescates de los que depende el sector privado. De hecho, son estos mecanismos de protección colectiva del poder privado los que subyacen no ya al éxito, sino asimismo a la propia existencia de los sectores dinámicos de la economía en todos y cada uno de los países «desarrollados» [2]. Y no tiene a deshonra, por cierto, la clase dominante la admisión del recurso a las «técnicas de extorsión de dinero al contribuyente» en que hallan sustento sus privilegios, pues, «tal y como explica la revista Fortune, la industria de alta tecnología no puede sobrevivir en una economía sin subsidios, competitiva y de libre empresa, [de forma que], agrega BusinessWeek, el contribuyente debe ser su salvador» [3].
Sea como fuere, y llamemos como llamemos a este sistema de esfuerzos colectivos y beneficios privados, hemos de preguntarnos de qué modo se encuentra el mismo en la base de la crisis ecológica en curso. Las formas que el entramado institucional «capitalista» ha adoptado han variado significativamente a lo largo de su par de siglos de historia, particularmente desde comienzos de la década de los ochenta del pasado siglo XX. Una constante a lo largo de toda esa historia ha consistido, no obstante, en el protagonismo de un tipo particular de institución social en el contexto de la vida económica, cultural y política de nuestras sociedades, a saber, las corporaciones privadas. De ellas parten las decisiones y las órdenes acerca de qué hacer con los frutos del esfuerzo colectivo, de forma que a nadie debiera extrañar que se destinen a proteger e incrementar su predominio. Anotemos al margen que es imposible encontrar en el registro histórico una encarnación más perfecta del ideal autoritario que estas instituciones: si no eres el director ejecutivo, un consejero delegado o un accionista mayoritario no tienes derecho a saber absolutamente nada acerca de los procesos de toma de decisión en los que pueda encontrase inmersa una corporación, y sobra añadir que todo el mundo excepto esa exigua minoría de ejecutivos e inversores está por principio excluido de participar en esos procesos de toma de decisiones.
La obvia incompatibilidad entre cualquier interpretación de la noción de democracia y la existencia de estas tiranías herméticas no se limita a esta cuestión de la estructura interna de los procesos de toma de decisión acerca de la producción o la inversión, pues las corporaciones han invertido durante décadas formidables esfuerzos en la expansión de su ideal radicalmente antidemocrático más allá de las fronteras de su organización interna. Uno de los mecanismos más efectivos a este fin ha consistido en dar cuerpo a lo que ha venido a denominarse un «senado virtual de inversores y prestamistas» en virtud del cual nuestros «gobiernos [formalmente democráticos] se enfrentan al dilema de un electorado dual»: tenemos, por una parte, a los ciudadanos, que votan cada cuatro años y, por otra, a aquella élite financiera que a diario «realiza un referéndum actualizado momento a momento sobre las políticas económicas y financieras» adoptadas por aquellos gobiernos nominalmente democráticos [4].
Cuanto le cabe hacer en este contexto al ciudadano es observar pasivamente qué decide hacer la minoría opulenta con los frutos del trabajo colectivo o, a lo sumo, obedecer a cambio de un sueldo las órdenes que en estas autocracias herméticas descienden por la misma vertical por la que ascienden los beneficios. Una vez dentro de una cadena de mando de este tipo, si cumples con tu cometido, estupendo; si no, estás en la calle. Y bien, ¿cuál es ese cometido? El mismo en todos los casos, ocupes el eslabón que ocupes en la cadena de mando: incrementar beneficios y ampliar cuota de mercado. Hoy que se habla tanto de «responsabilidad corporativa» no debiéramos perder de vista que ésta es la única responsabilidad de cualquier corporación, al punto que ha de ser descrita como un imperativo, y es justamente este imperativo el que hace del entramado institucional que las corporaciones dominan la causa última de la crisis ecológica en curso. Es este imperativo de maximización y crecimiento el que hace palidecer la importancia del colapso ambiental ante lo que de verdad importa: bonos millonarios por desempeño o guarismos parpadeantes indicando incrementos de capitalización bursátil. En otras palabras, el objetivo de una corporación es el de crecer y obtener beneficios, suponga ello la ruina de Ártico, la de la Amazonía, la de la biosfera o la del sistema solar: los inversores no invierten para matar el rato. Subrayemos que no se trata de maldad o estupidez individual, sino de la forma más peligrosa de estupidez institucional que haya acogido la historia humana.
Es en esta estupidez institucional en lo que debemos pensar cuando leemos que las cinco principales petroleras han venido invirtiendo anualmente cientos de millones en echar por tierra cualquier iniciativa encaminada a combatir el cambio climático [5]. Los ejecutivos encargados de coordinar campañas de lobby y desinformación como éstas no están locos. En tanto individuos, con toda seguridad, se preocupan por el futuro del planeta, y puede que incluso sean socios de Greenpeace. No obstante, en su rol institucional, su tarea consiste en acelerar nuestra marcha hacia el precipicio. Y «no es que sean malas personas. Lo que ocurre es que su cometido dentro de la organización, incluso su obligación legal, es obtener beneficios y cuota de mercado a corto plazo» [6]. Si surgen dificultades de conciencia a la hora de desempeñar semejante trabajo, se plantean ipso facto dos alternativas: la dimisión o el despido; siempre se dispone de un ejército de reserva esperando para sustituir al objetor. Los motivos por los cuales este imperativo institucional de maximización ha de ser descrito como una forma de estupidez institucional son tan obvios como los motivos por los cuales esta estupidez es «letal en sus implicaciones» [7].
2. Los síntomas de nuestra enfermedad
Habiéndonos aproximado ya –por más que superficialmente– a la cuestión etiológica, echemos ahora un vistazo a la nosología de nuestra patología global introduciendo unas sucintas pinceladas que nos permitan delimitar sus contornos generales. Descuellan aquí tres procesos interrelacionados y extremadamente ominosos: la sexta extinción masiva de la historia de la vida en la Tierra, el calentamiento global y la escasez de recursos.
Disponemos de una extensa literatura especializada acerca de cada uno de estos procesos, y prácticamente cada semana se publican y discuten en las revistas especializadas de mayor impacto nuevos datos, habitualmente más funestos que los de la semana anterior. Así, por ejemplo, si Jonathan Payne y colaboradores concluían en un influyente artículo publicado en Science en noviembre de 2016 que nuestros océanos vienen sufriendo «una extinción masiva de suficiente intensidad y selectividad ecológica» como para ser clasificada junto con las cinco previas, Gerardo Ceballos, Paul Ehrlich y Rodolfo Dirzo extendían en julio de 2017 esas conclusiones a los vertebrados terrestres en un artículo publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America [8]. En concreto, y a pesar de que estimaciones previas indicaban que la actual tasa de extinciones es aproximadamente 1.000 veces mayor que durante los últimos 60 millones de años [9], Ceballos, Ehrlich y Dirzo argumentan convincentemente que la magnitud de la extinción masiva en curso ha venido siendo sistemáticamente subestimada al no tomar en consideración datos relativos a la pérdida y reducción de poblaciones de especies no extintas. Al incluir estos datos en la ecuación obtenemos, en palabras de los autores, «una imagen sombría del futuro», más sombría aún que la proyectada por la evidencia previamente analizada. Esta imagen sombría atraviesa también las páginas del duodécimo Informe Planeta Vivo, que advertía en octubre de 2018 de una disminución promedio de las poblaciones de vertebrados de en torno a un 60% en apenas 40 años [10]. Cuando el pasado 6 de mayo de 2019 el IPBES anunció la próxima publicación de su evaluación mundial de la biodiversidad –basada en el análisis de toda la literatura científica pertinente–, aprovechó para poner lo obvio de relieve: este «declive global sin precedentes» de la biodiversidad supone una «amenaza directa para el bienestar humano en todas las regiones del mundo»; estamos estirando «nuestra red de seguridad hasta su punto de ruptura» [11].
Es interesante hacer notar en este punto que, por algún motivo, el principal motor de esta grave erosión de la biodiversidad no se digna a hacer acto de presencia en los medios de comunicación. Señalemos, contra la norma pues, que «alrededor de dos terceras partes de la pérdida total de vida salvaje se deben a la producción de alimentos» y, en concreto, a la creciente tendencia a arrasar con buldóceres millones de hectáreas de bosques y selvas tropicales para transformarlas en monocultivos de cereales con los que posteriormente se cebarán miles de millones de animales criados industrialmente, un proceso en el que se disipa «al menos un tercio de toda la cosecha global de cereales y casi toda la de soja –suficiente comida para cuatro mil millones extra de personas–» [12].
El segundo de los tres señalados síntomas de nuestra patología planetaria es el calentamiento global, un proceso extremadamente complejo y multidimensional cuyo perfil destaca, sin embargo, con total claridad: existen pocos fenómenos cuyos principios fundamentales sean objeto de mayor asenso en la comunidad científica. De acuerdo con dichos principios, conforme aumenta la concentración de determinados gases en la atmósfera, en mayor medida se comporta la misma como un aislante térmico, y se da el caso de que hemos estado emitiendo esa clase de gases de forma masiva durante medio siglo. A su vez, la disrupción del sistema climático global ocasionada por el incremento de las temperaturas medias concomitante a aquel aumento de la concentración de gases de efecto invernadero trae consigo una mayor frecuencia e intensidad de sequías e inundaciones, olas de calor y de frío, aumento del nivel del mar y acidificación de sus aguas. Nuevamente, cada semana disponemos de datos que hacen palidecer a los peores de la semana anterior. Así, escogiendo un par de ejemplos al azar, el pasado 26 de marzo de 2019 un estudio de la Agencia Internacional de la Energía nos informaba de que la expansión de la economía global vino acompañada en 2018 de un nuevo récord histórico en nuestros niveles de emisiones [13]. Cuando un mes y medio más tarde se registraran por vez primera niveles de CO 2 superiores a 415 partes por millón, la prensa internacional se hizo eco de las palabras del meteorólogo Eric Holthaus: «Es la primera vez en la historia humana que la atmósfera de nuestro planeta tiene más de 415 ppm de CO 2 . No ya en toda la historia registrada, no ya desde la invención de la agricultura hace 10.000 años: desde antes de que existieran los seres humanos, hace millones de años. No conocemos un planeta como éste» [14].
Pocos días antes de que se publicara el informe de la Agencia Internacional de la Energía, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente anunciaba que, incluso aunque se cumplieran los objetivos de reducción de emisiones del Acuerdo de París, las temperaturas invernales del Ártico se elevarán en el próximo par de décadas lo suficiente como para «devastar la región», produciendo «enormes» impactos a nivel mundial al «desatar el aumento global del nivel del mar» [15]. A finales de abril, un artículo publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America continuaba engrosando el abultado catálogo de resultados ominosos: la velocidad a la que la capa de hielo de Groenlandia se derrite se ha multiplicado por seis desde los ochenta, experimentando una aceleración tal que, del total de la contribución del deshielo de la isla al aumento del nivel del mar a lo largo del último medio siglo, la mitad se debe a los últimos ocho años [16]. Por desgracia, tampoco en el otro extremo del planeta pintan las cosas mucho mejor: según datos publicados en Nature en junio de 2018, la tasa de deshielo antártico se ha triplicado en apenas una década. Es difícil leer con apatía la primera frase del artículo en que aparecieran dichos datos, particularmente al añadir a los mismos la creciente evidencia de vulcanismo antártico: «las capas de hielo de la Antártida contienen suficiente agua como para elevar 58 metros el nivel del mar» [17].
Puede que el cambio climático se nos antoje en occidente como algo que habremos de sobrellevar de un modo u otro en el futuro. No obstante, los perdedores primero del colonialismo y luego de la globalización lo ven de otro modo. En las regiones más empobrecidas del planeta, los cada vez más graves y frecuentes desastres relacionados con el clima obligan a más de 20 millones de personas a abandonar cada año su lugar de residencia [18]. Estos desastres están convirtiéndose, además, en la principal causa de empobrecimiento en dichas regiones, en las que cientos de millones de personas extremadamente pobres viven en los países en los que la magnitud y frecuencia de esta clase de desastres es, por lo pronto, mayor [19]. Las palabras del Secretario General de las Naciones Unidas António Guterres acerca del ciclón Idai, que afectara a mediados del pasado mes de marzo a más de dos millones de personas en el sureste africano, levantan acta del último episodio de esta historia de horror: «otra campana de alarma sobre los peligros del cambio climático, especialmente para los países vulnerables y en riesgo. Tales eventos son cada vez más frecuentes, más severos, generalizados y devastadores, y esto continuará empeorando a no ser que actuemos ya» [20]. Cuando a finales de abril un segundo ciclón (Kenneth) alcanzó la región, dos millones de personas seguían necesitando ayuda humanitaria. Los mozambiqueños suscribirían pues sin reservas el pronóstico de Guterres, del mismo modo que lo harían los indios y bangladesíes, azotados a comienzos de mayo por el ciclón más fuerte que haya alcanzado la región en décadas (Fani).
Ciertamente, Guterres no dota de ese carácter perentorio a sus declaraciones a causa de su afición al melodrama. Así, por ejemplo, las conclusiones del informe especial que el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) publicó el pasado 8 de octubre de 2018 son igualmente rotundas y apremiantes [21]. El IPCC se comprometió a preparar ese informe en el curso de las negociaciones que condujeron al Acuerdo de París, cuya meta más optimista era la de mantener la temperatura media global por debajo de 1,5ºC sobre el nivel preindustrial. Tres años después del Acuerdo de París, cuando el IPCC publicó finalmente el informe ofreciendo sus análisis y previsiones acerca de los riesgos e impactos previsibles de un aumento de la temperatura media global por encima de ese límite, la prensa acertó a sintetizarlo sin traicionar el núcleo de su mensaje: «la humanidad tiene una docena de años para mitigar el cambio climático o afrontar la catástrofe global» [22]. Lo que ha venido escapándosele a la prensa ha sido el hecho de que cada informe del IPCC ha sido duramente criticado por una importante proporción de la comunidad científica a causa de su acusado sesgo hacia las conclusiones tranquilizadoras [23]. De este modo, sólo dos semanas después de que viera la luz el señalado informe especial de octubre de 2018 aparecía publicado en Nature un artículo que echaba nueva leña al fuego de las conclusiones funestas. Una vez más, los datos sugieren la necesidad de revaluar al alza las estimaciones previas, en este caso las estimaciones acerca del calentamiento de los océanos, lo cual resulta especialmente preocupante a causa de su papel central en la regulación del sistema climático global. La nueva estimación rebasa en más de un 60% a la del quinto y último informe del IPCC, lo que a su vez implica que, si pretendemos evitar las peores consecuencias del cambio climático, debemos reducir nuestras emisiones de forma considerablemente mayor y más rápida, abriéndose una ventana para la «descarbonización de la economía» que difícilmente supera el par de años [24].
Cerremos este apartado sobre el cambio climático apuntando a su estrecho vínculo con el referido proceso de devastación de los ecosistemas tropicales a manos de la ganadería industrial, que da cuenta del empleo del 80% de las tierras agrícolas y es responsable del 80% de la deforestación a nivel global [25]. Las selvas tropicales habían venido siendo concebidas como un importante amortiguador del cambio climático dado su potencial para la recaptación natural de nuestras emisiones de carbono. Anotemos de pasada que, si bien es cierto que el papel de los ecosistemas boscosos en el calentamiento global es un tema de investigación abierto y en debate, pocas dudas caben sobre el potencial mitigador de los «claros enfriadores climáticos» que constituyen los bosques tropicales, principales afectados por el embate de la ganadería industrial [26]. Lamentablemente, la degradación de estos enormes sumideros de carbono ha hecho de ellos gigantescos emisores netos, de forma que, según datos recientemente publicados en Science, en lugar de absorber carbono, los ecosistemas tropicales lo emiten ahora a razón de unos 425 millones de toneladas anuales, un ritmo superior al de todo el tráfico de Estados Unidos [27].
En cuanto al último de nuestros tres síntomas, el de la escasez, su análisis debe situarse a medio camino entre lo psicosocial y lo económico. La estupidez institucional «capitalista» ha sabido concentrar la mitad de la riqueza mundial en manos del 1% de la población, pero ha pretendido permanecer de espaldas al hecho de que la base material de esa riqueza no es infinita, sino de hecho alarmantemente escasa. Estamos viviendo los últimos compases del más breve episodio de la historia humana, a saber, el de la disponibilidad ingente de las materias primas y las fuentes de energía que han sustentado el fugaz paso por la existencia del joven mas ya provecto sistema contemporáneo de producción, distribución y consumo, erigido sobre el sueño de la infinitud y legitimado por una «teología matematizada» en todo caso incapaz de probar que «su régimen es el mejor de todos los regímenes posibles» [28]. No habría motivos para la inquietud si se tratara de la abundancia o escasez de telurio o germanio, pero incluso el agua escaseará, verosímilmente, no sólo para los cientos de millones que dependen de los glaciares asiáticos en retroceso, sino asimismo para los que arrojan por el desagüe de la agroindustria tres cuartas partes del agua dulce empleada anualmente [29].
A nadie debiera extrañar que los portavoces de la estupidez institucional corporativa anuncien entusiasmados previsiones absurdas de crecimiento: el doble de coches, el doble de camiones, el doble de desplazamientos en avión, el doble de comercio marítimo… y todo ello en apenas un par de décadas [30]. En vista de tan «halagüeñas» previsiones de crecimiento, son también un par de décadas cuanto cabe augurar a la disponibilidad de las materias primas vitales para la preservación de esta suerte de «civilización» industrial –excepción hecha, según datos del gobierno estadounidense, de la bauxita– [31]. No perdamos de vista que ese próximo par de décadas no acogerá el crecimiento proyectado en el mero contexto de la escasez de materias primas, sino en el más amplio del impacto de su uso a nivel planetario, siendo así que «las tendencias y decisiones sociales y tecnológicas adoptadas en los próximos diez o veinte años podrían influir significativamente en la trayectoria del sistema Tierra durante decenas o centenas de miles de años y conducir potencialmente a condiciones que se asemejarían a estados planetarios que se vieron por última vez hace varios millones de años, condiciones que serían inhóspitas para las sociedades humanas actuales y para muchas otras especies contemporáneas, [motivo por el cual] se requieren transformaciones generalizadas, rápidas y fundamentales del sistema socioeconómico dominante en la actualidad para reducir el riesgo de cruzar el umbral» [32].
Hemos comentado tangencialmente el aspecto económico del síntoma de la escasez. Abordando su aspecto psicosocial, Jorge Riechmann proponía en un reciente encuentro que, al pretender vivir de espaldas a la manifiesta incompatibilidad entre aquellas previsiones de crecimiento y la finitud de nuestro planeta, «nuestra cultura es terraplanista» [33]. Hace unos años formulaba una idea similar al parafrasear a Edgar Morin para sugerir que el animal «orgullosamente autobautizado Homo sapiens sapiens es más bien un Homo sapiens demens» cuando su medioambiente sociocultural «se aleja cada vez más de la realidad [y] produce cada vez más víctimas» [34]. En este alejamiento de la realidad, la «cultura dominante» guía nuestra «huida hacia adelante» orientando el sutil proyecto de devastar «la biosfera en el intento por preservar el capitalismo» [35]. Ha de atravesarnos aquí un aturdimiento moral análogo al de Bartolomé de las Casas ante el salvajismo de conquistadores y encomenderos: «¿Quién en las generaciones futuras creerá esto? Yo mismo, escribiendo como testigo, apenas puedo creerlo» [36].
Quizá la alusión al terraplanismo active algún irreflexivo resorte cómico, de forma que consideramos necesario incidir en que «la distancia entre la gravedad del problema ecológico y su percepción ciudadana es uno de los abismos más desgarradores del siglo XXI» [37].
3. El médico, el tratamiento y el pronóstico
Ocupémonos ya de la tercera de las dimensiones a las que aludíamos al principio, la relativa a quién debiera ser el agente de los pertinentes cuidados y terapias para nuestra patología global. La cuestión no parece difícil de resolver, pues se trata de una patología provocada por los países «desarrollados», en los que vive hoy menos del 20% de la población, que consume, sin embargo, más del 80% de los recursos empleados [38]. Así, dado que nuestro consumo constituye el principal motor de la crisis ecológica en curso, y dado que no sólo compartimos nacionalidad con las corporaciones cuyas actividades se encuentran en el epicentro del terremoto, sino que además disfrutamos de incomparables privilegios y oportunidades exentas de riesgo para la organización de la resistencia a sus programas de rapiña y devastación, nuestra cómplice pasividad debiera resultarnos sencillamente vergonzosa, particularmente al compararla con la entrega y la valentía de las comunidades indígenas del Sur global. Estas comunidades se han colocado al frente de la lucha mundial contra la destrucción de la biosfera aun cuando sus privilegios y oportunidades son, por decir lo menos, considerablemente inferiores a los del occidental medio: a menudo ilegal y violentamente empujadas fuera de sus tierras por la bien visible mano de la «gestión corporativa» de su «capital natural», son también objeto de una persecución que se plasma cada año en decenas de asesinatos de activistas medioambientales [39]. «Estamos cansados de ser asesinados (…). Estamos cansados de este ecocidio y este genocidio de los pueblos indígenas. ¡Estamos defendiendo el planeta!» [40]. Estas palabras, recientemente pronunciadas en Brasil por un indio Apurina, podrían haberse proferido en cualquier región del planeta con presencia indígena significativa. «De modo que en un extremo tenemos sociedades tribales indígenas que intentan detener la carrera hacia el desastre. En el otro extremo, las sociedades más ricas y poderosas de la historia mundial (…) se apresuran a destruir el medioambiente lo más rápido posible» [41].
Ya sabemos, pues, cuál es el origen causal de la enfermedad, cuáles son sus rasgos distintivos y a quién correspondería hacer las veces del médico. Debiéramos tratar ahora de determinar qué protocolo terapéutico habría de seguir ese médico. En vista de lo antedicho, parece obvio: consumir considerablemente menos y de forma más responsable, organizar la oposición a la estupidez institucional y comenzar a sembrar en el presente las semillas de un entramado institucional futuro en el que las actuales cotas de destrucción, injusticia y sufrimiento ocupen el lugar que les corresponde en la historia: el del pasado pre-civilizado. Sobra añadir que nada brotará de esas semillas sobre la base de las «soluciones» propuestas por los principales centros del poder político, a saber, los mercados de derechos de emisión, cuya inoperancia ha sido ampliamente documentada [42].
Nos queda sólo el pronóstico, y es triste admitir que cuanto parece restarnos es soñar con que se obre el milagro no ya de la sanación, sino el de la implementación de cuidados paliativos tan desesperadamente necesarios como ausentes, por lo pronto, de nuestro horizonte. Pero el sueño es inadmisible cuando permanece abierta, como siempre, la puerta de la lucha tenaz.
Avanzamos «hacia el colapso catastrófico de las sociedades industriales» habiendo dejado atrás hace décadas la oportunidad de emprender alguna clase de «transición socioecológica razonable» [43]. Así las cosas, incluso «evitar los perores daños» podría ser hoy una meta, quizá, demasiado ambiciosa; pero resulta inexcusable permitir que esta idea desemboque en el abatimiento, el cinismo o la indiferencia: no podemos vender tan barata la base y la médula de cuanto apreciamos [44].
por Asier Arias