En la Real Academia Española de la Lengua aún recuerdan aquel día en que supieron por primera vez de la existencia de un curioso personaje colombiano que había escrito un tratado de ortografía en verso. Fue el 3 de noviembre de 1870, un otoñal viernes madrileño, durante la habitual reunión del instituto. El académico Juan Eugenio Hartzenbusch informó a sus compañeros que lo había buscado un escritor colombiano llamado José María Vergara y Vergara y le había obsequiado varios libros escritos por sus lejanos compatriotas.
Entre ellos se hallaba el ‘Tratado de ortología y ortografía de la lengua castellana’, de José Manuel Marroquín, aparecido en 1858. Fue en este volumen donde los académicos españoles encontraron una veintena de poemas destinados a enseñar reglas ortográficas a base de rimas:
Con v escríbense válvula, vaca
vanagloria, vitrola, vasija,
vaticinio, varar y vedija,
vegetando, valor, vacilar.
Vera, vale, vaivenes, vascuence,
vocinglero, vitando, vecino,
vaina, véspero, vástago, vino
y verdugo, verbena, vaciar...
El encuentro de Hartzenbusch con el visitante de Colombia encerraba más que regalos bibliográficos. Según don Eugenio informó, Vergara y Vergara “le había comunicado la idea nacida en aquel país entre varios literatos de que se estableciese una especie de sucursal de la Academia Española en Bogotá”.
La propuesta despertó el entusiasmo de los ilustres señores, que hasta entonces –para ser sinceros– no habían prestado mayor atención al habla latinoamericana. La Real Academia designó de inmediato una comisión de cuatro miembros cuyo fin era el de estudiar la formación de academias dedicadas a la defensa del español en aquellos países que hasta hacía menos de 70 años habían sido colonias de España. Por lo pronto, se acordó realizar un gesto de aprecio y acercamiento a los intelectuales que habían golpeado a sus puertas: dos semanas después, Marroquín, Caro y Vergara y Vergara fueron elegidos miembros correspondientes de la institución. Pocos días más tarde, el informe de los académicos aconsejaba estimular la creación de academias “correspondientes de la nuestra y con cierta relación de dependencia”.
Al cabo de seis meses, el 10 de mayo de 1871, Marroquín, Caro y Vergara y Vergara fundaron la Academia Colombiana junto con otros nueve colegas (uno de ellos, Rufino José Cuervo) seleccionados por el trío original. Es decir que en 2021 la Academia cumplirá 150 años. Es un sesquicentenario que desde ahora se prepara con todos los fierros.
En 1872, la Real Academia otorgó a los 12 individuos el diploma de miembros correspondientes. La noticia coincidió, prácticamente, con la muerte del primer director de la entidad: el 9 de marzo de ese año falleció Vergara y Vergara. Tenía 40 años largos. En su historia oficial, la Real Academia atribuye a él y a Hartzenbusch el histórico hito de la paternidad de academias nacionales, cuya red alcanza ya a 23 instituciones.
Algunos de los propósitos que alimentaban los peninsulares con el proyecto de sembrar sucursales eran los de “reanudar los valores violentamente rotos de la fraternidad entre americanos y españoles, restablecer la mancomunidad de gloria y de intereses literarios que nunca hubiera dejado de existir entre nosotros y, por fin, oponer un dique (...) al espíritu invasor de la raza anglosajona”.
La primera meta, la de crear réplicas americanas, se llevó a feliz término. En los tres lustros siguientes surgieron las academias de Colombia, Ecuador, México, El Salvador y Venezuela. En cambio, aquello de levantar un dique contra “el espíritu invasor de la raza anglosajona” no se cumplió entonces y ahora se cumple aún menos. Si el nacimiento de academias americanas se hubiese producido hoy y no hace más de un siglo, la prensa seguramente las habría denominado ‘outlets’ y no sucursales.Es que, como decía el señor Marroquín, “en más de una ocasión sale lo que no se espera”...
Hace tres generaciones –y cuatro, y cinco– las estrofas del ‘Tratado de ortología y ortografía de la lengua castellana’ eran más conocidas en las escuelas colombianas que la mogolla chicharrona. Muchas abuelas las conocían de memoria. Dada la pobreza de la educación general que deparaban aquellos tiempos a niñas y señoritas, dichos versos eran, para muchas mujeres, el bagaje más provechoso y permanente que llevaban de la escuela, descontadas las vidas de santos y las artes de aguja.
Era frecuente que en reuniones de familia el sector femenino más veterano se soltara a interpretar en coro algunos versos ortográficos de Marroquín. Los de la jota eran los predilectos:
Llevan la jota
tejemaneje
objeto, hereje,
dije, ejercer,
ejecutorias,
apoplejía,
jergón, bujía,
vejiga, ujier.
Ajenjo, prójimo,
jengibre, ejido
con forajido
y ejecutad.
Trajino, jícara,
menjurje, ojete,
bajel, jinete,
con majestad.
Pocos en un salón de clases habrían podido decir entonces o explicar ahora el significado de 10 o 15 de las 20 palabras anteriores. Tan abstrusos eran la mayoría de los términos empleados en las rimas de don José Manuel que algunas ediciones del tratado ofrecían un glosario, y este ocupaba muchas páginas más que los versos. Examinada a la luz del uso estándar actual, a la lista de 132 palabras con jota le sobran más de 100 y le faltan algunas que podrían corregir pecados frecuentes en nuestro tiempo. Si se me permite el atrevimiento, una estrofa adecuada para el siglo XXI podría ser, por ejemplo:
Llevan jota –¡sin falta!– cajón,
cante jondo, jalar y garaje,
injerencia y también sabotaje,
mas no “muje” ni “ruje” el león.
Contra lo que muchos creen, el manual don José Manuel no está compuesto solo de versos.
En su primera parte presenta un tratado de ortología, “el arte de pronunciar bien”, que es en realidad un cajón de sastre fonético enderezado a enseñar la articulación de los sonidos, los acentos y la combinación de ellos. La segunda, que constituye el 90 por ciento del volumen, despliega propiamente el tratado de ortografía. El método que emplea es el de ofrecer en prosa unas primeras reglas, aquellas que todo estudiante de primaria solía aprender desde temprano. A continuación presenta una larga lista de palabras que utilizan la letra de marras, y es en este punto donde estallan los versos. Las primeras ediciones del tratado (1858, 1860, 1862) contienen, en algunos casos, el catálogo de palabras en forma de rimas. En un principio solo se versifican los ejemplos de las letras ve, zeta, ce y hache. En la quinta edición ya figuran también la famosa jota y la ye, desmenuzada esta última en solemnes alejandrinos: “Con ye se escriben gayo, boyero, concluyente...”.
Se nota que desde muy pronto el atractivo que ofrecía el tratado eran las rimas. En sucesivas reimpresiones, Marroquín complació a su público y cada vez hubo más normas y listas en verso.
A medida que incorporaba recopilaciones versificadas en nuevas ediciones, el autor se esmeraba en anunciarlo así a fin de aumentar la clientela y obligar a que, en cada hogar, el hermano menor comprase un texto más avanzado que el tomo heredado del hermano mayor, un viejo truco comercial que siguió prosperando en el mundo de los libros de escuela. Otro truco, en este caso mnemotécnico, era el aprendizaje en verso, que estuvo de moda hace un siglo, fue abominado luego por los pedagogos y hoy regresa triunfal como apoyo al aprendizaje.
Pequeños poemas ayudaban a Marroquín, asimismo, a enseñar el uso correcto de la puntuación. He aquí una octavilla que propone ejemplos sobre la coma, los dos puntos y el punto y coma, tema de cuyos cánones se había ocupado en las páginas inmediatamente precedentes:
Ciertos animalitos,
todos de cuatro pies,
a la gallina ciega
jugaban una vez:
un perrillo, una zorra
y un ratón, que son tres;
una ardilla, una liebre
y un mono, que son seis.
Sin que Marroquín se lo propusiera, la posición de las palabras en una lista deparaba ocasionalmente inesperadas y azarosas sorpresas. A menudo basta con omitir la coma o sustituirla por otro signo para obtener una frase con sentido completo. Por ejemplo: “Concupiscencia fascina”... “Ascético: disciplina”... “Difícil facineroso”... “Circuncidado alucino”... “Vestigio vetusto vigente” o el verso que parece describir a cierto músico cortesano: “Vizconde vapula vihuela”. Escondido en el catálogo de la ve yace, incluso, un segundo lema para la Real Academia de la Lengua cuando se agote aquel de ‘Limpia, fija y da esplendor’: “Coadyuva, eleva, persevera, lava”.
El tratado de Marroquín fue recibido de manera clamorosa. Hace ya de ello casi 160 años. La acogida no fue solo de los lectores sino de los especialistas. Vergara y Vergara, autor del prólogo de la tercera edición, señala que este “cuerpo de doctrina ortográfica” es “el mejor que hasta ahora se conoce en nuestra lengua”. Felipe Pérez, periodista, novelista y geógrafo, atisbó para el manual de Marroquín un público más amplio que el de los pupitres, pues consideraba que el texto resume “en unas pocas páginas todo lo que el escolar o el hombre de campo o de negocios puede necesitar para el uso ordinario de la vida”. Finalmente, desde el altar mayor de la gramática descendió en 1860 la bendición de don Andrés Bello, que felicitaba al autor por este “trabajo completo” y observaba que la técnica de recoger las palabras dudosas o difíciles en verso resulta “muy a propósito para enseñarla y sobre todo para fijarla en la memoria de los alumnos”.
En cuanto al autor, en el último lustro del siglo XIX se dedicó a escribir novelas y, para mal de Colombia, a la politiquería sectaria. Fue un deplorable presidente bajo cuyo gobierno perdimos a Panamá.
Volviendo al lenguaje, Marroquín creía haber dado en el clavo con el método para memorizar palabras, y no se equivocaba: siglo y medio después de introducirlos, todavía circulan por ahí fragmentos de sus catálogos rimados. Lo que no entendió es que también había descubierto un sistema infalible para inyectar entre los estudiantes la antipatía por la ortografía y la gramática. Aquella receta de repetir durante un año todos los días (¡!) la cantaleta de “llevan la jota / tejemaneje /objeto, hereje...” y “con equis van exento, exordio y éxito...” solo es capaz de competir en monotonía y capacidad de espantar alumnos con la gramática generativa.
En cualquier caso, resulta justo recordar con cariño y benevolencia la ortografía en verso del señor Marroquín. Muchas de las normas que ella contiene han quedado desuetas, empezando por la i como conjunción copulativa (Pedro i María), que corría en boga por aquellos tiempos, pero es innegable que el tiempo ha otorgado una pátina de leyenda pintoresca a las rimas.
Este artículo está basado en el prólogo a la edición especial del ‘Diccionario ortográfico’ de don José Manuel Marroquín que publicará en marzo el Instituto Caro y Cuervo.
DANIEL SAMPER PIZANO*
Especial para EL TIEMPO
* Daniel Samper Pizano, periodista y escritor, es miembro de la Academia Colombiana de la Lengua