Somos tan poca cosa, nada en
realidad. Y sin embargo, ¡cuantas vanidades envuelven nuestro
temperamento!
Las más comunes son las vanidades de nuestro cuerpo, o de nuestra capacidad
de “ganar” o “tener éxito” bajo las reglas del mundo. ¡Y nos inflamos como
sapos!. Sentimos que somos más que los demás, que nos admiran, que quieren ser
como nosotros, estar cerca nuestro. Y luchamos para lograr ese cuarto de hora de
fama, de aplauso, de reconocimiento. ¡Cuánto somos capaces de hacer y resignar
por ese minuto de podio, de escenario!. Nos gustan las luces de los reflectores
sobre nosotros, que nos miren, que nos adulen. Títulos, honores, ropas,
uniformes, galardones, diplomas, modos de caminar y de pararse, cortes de pelo,
nuestro lenguaje. ¡Son todas vanidades!.
También hay vanidades que están más ocultas, que son más difíciles de
reconocer: ser el más inteligente, el más perfecto, el que sabe todo, para
regocijo íntimo. Aunque a veces nos vemos como gente callada y poco visible,
pero orgullosos de ser, interiormente, más que los demás aún en ese aspecto. Si,
somos tan ridículamente vanidosos que hasta nos envanecemos de ser más humildes
que los demás. ¡Vanidosos de nuestra humildad!. La actuamos, posamos en una
actitud de humildad vacía, no sincera.
¿Y cómo nos corrige el Señor?. El, que ve nuestro corazón, nos revuelca por
el fango, nuestro fango, el que más nos duela. Y trata de enseñarnos a vernos
como nada, a convivir con nuestra miseria y aceptarla, a vivir con ella. La
lección siempre es dura, siempre viene como una purificación que nos marca el
rumbo, nos quema las impurezas de nuestro espíritu.
¡Bienvenida la adversidad!. La escuela de Jesús nos enseña a ser como El, los
más pequeños en todo, aún en nuestras más marcadas virtudes, que las tenemos.
Dios nos invita a ser auténticos, sinceros, justos, sea esto lo que sea, duela
lo que tenga que doler. Si nos toca ser los últimos, es Voluntad de Dios. Y si
nos toca subir al podio, es por mérito y para beneficio de la obra de Dios. Nada
es nuestro, nada.
Niégate a ti mismo, y me encontrarás, porque sólo Yo Soy.
Cristo, el Cristo, es el que como Verdadero Dios y Verdadero Hombre tiene
todo el mérito, porque es el Salvador. Dios Santo y Trino, Rey de todo mérito y
de todo fruto de la Creación.
Aprendamos a hundirnos en nuestra nada, a vivir sabiendo que nada somos, que
nada es producto de nosotros. Todo proviene de la Gracia de Dios, de Su
Misericordia infinita que nos da cuando nos conviene espiritualmente, y nos
quita cuando es también para nuestro bien. Las crisis de la vida son
maravillosas oportunidades de crecer, porque nos enseñan a aceptar nuestras
miserias, a abandonarnos al Unico que es fuente de toda Virtud. Cuanto los
golpes nos arrebatan esa seguridad que nos hace como verdaderos pavos reales,
gallardos y arrogantes frente al mundo, sepamos que Dios está tocando nuestra
alma y dándonos un amoroso tirón de orejas, una lección de vida que debemos
aprovechar. Y que sepamos seguir adelante sin vergüenza, sin ningún sentimiento
de inferioridad frente a los demás, porque de nada sirve andar por la vida
pretendiendo o tratando ser algo, ya que nuestro día será un Viernes Santo o un
Domingo de Pascua, según sea la Voluntad del Señor.
Señor, dame un corazón sincero,
un corazón humilde. Hazme un instrumento de Tu Viña, para que mi ceguera se
desvanezca, dando paso a la Luz de Tu Presencia. Tu amor me purifica como el
fuego al metal, Tu Amor quema mis impurezas, mis vanidades. Hazme nada, hazme
una vasija de barro que contenga a Tu Santo Espíritu, Unico artífice de la
Verdad Suprema. (Fuente:Reina del Cielo)