Jordi Doce
Desierto de los monegros
El coche en sombra bajo el tendejón y flecos de maleza parda junto a las ruedas.
El sol de mediodía percute en el asfalto y siembra el arenal de transparencias. Dos muros desdentados, una señal de tráfico, restos de chapa y neumáticos rotos son cuanto evoca el tiempo de los hombres, su transcurso.
La botella de agua y tus gafas veladas. Estar de paso es de repente este paisaje alucinado, esta incredulidad de diez minutos que es otro modo de distancia y convierte la vida en memoria precoz.
Dejas caer el agua por tu frente y el pelo se te encrespa, más oscuro. Has vuelto a abrir los ojos y una sonrisa rompe el maleficio, este breve paréntesis de insidia que tiembla con el aire, como humo. La mueca de tu alivio es una calma y sé reconocer su contundencia.
Veloz hacia un destino que nos llama sin conocernos, el coche arranca y deja surcos en el arcén. Queda sólo esta luz, la aguja fiel de agosto que horada cuanto toca, más allá de nosotros.
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