David Escobar Galindo
LA BRUMOSA CASA
No hay para qué llamar, porque está franca la puerta principal, de anciano cedro. Hace un leve chirrido al entreabrirse, a modo del lamento de la seda graciosa que se rasga por el imperio de las manos diestras. Y de manos a boca está el vestíbulo donde se alza un oscuro paragüero de madera pulida, frente al que un gran espejo veneciano va guardando la historia del día —cada día—, que en oblicuo lenguaje de reflejos le cuenta el tragaluz. Una hermosísima sala de muebles blancos, impecables, parece estar dispuesta para la fiel visita de la tarde, de seguro apacible y numerosa, aunque al ver ese espacio tan armónico uno presiente que alguien vendrá con la inquietud a flor del ánima, y acaso en algún gesto sin mesura peligren las esbeltas porcelanas, que están por eso en sitios resguardados, como al amparo de los imprudentes.
En contraste sutil con el temor del hielo quebradizo, se reparten los búcaros repletos, sobre todo los nidos de jazmines, de los que sube el vuelo del aroma con timidez de pájaro extasiado.
Adentro tiemblan ruidos de premura doméstica, algún roce instantáneo de cristales, una curiosa animación de lozas, como si dedos finos aprestaran los ofertorios del café o del vino, según el temple de los allegados y la tranquila veleidad del tiempo. La luz es tenue, huraña, repetida en cornisas y rincones, para que se diluya entre los rostros una gasa foliar, discreta y mágica. Al fondo, tras la puerta transparente, puede verse la pérgola arreglada con un esmero de jardín nostálgico, y más allá, la nitidez del campo bordeado de cipreses, altos como los negros campaniles de una ciudad perdida en la memoria.
En el clima interior todo reposa, como si el aire apenas recordara que es fluido respetable; pero al sentir la paz del hondo aliento que adormece los pulsos de la sangre, casi se escucha un giro de vilanos en torno a la agonía del silencio.
Se puede entrar, entonces, sin que se oigan los pasos. Está abierta la puerta, suave y sólida. Algo impulsa hacia adentro, aunque algo frene ese impulso sensible y poderoso. Y es natural que haya un pavor inerme al trasponer la línea del umbral. Porque es antigua casa es el Olvido.
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