David Escobar Galindo
JAZMINES HEREDADOS
Cierro los ojos para ver la luz que sobrevive al íntimo terror de disolverse en la total conciencia; y hay primero una ráfaga difusa, una explosión serena y ambarina que tiembla como el fluido de los sueños en la frontera de la madrugada.
Doy un paso, y la frágil claridad se abre como llamándome, como invitándome a su intimidad aterradora y dulce: es una sensación desesperada y sosegada al mismo tiempo, el inicio quizás de la aventura del entendimiento, pero no por la sed de la razón sino por la fragancia deliciosa del ser y el olvidar entrelazados.
¡Yo he soñado esta gracia tantas veces, y sin embargo siento la torpeza descalza del primate que comprende el milagro de la flor, después de estar en vela por milenios! Es una fantasía tan fecunda que por los poros me gotea música, y soy de pronto un semidiós perlado en una mutación arrolladora que desgasta los genes como fósforos y alumbra las estancias más profundas, esas que el pensamiento se figuró vacías, o a lo más ocupadas por fantasmas.
Y no: el jardín existe, el paraíso es un temblor que habita las voluptuosidades más anónimas; y la verdad difusa del anhelo, sentido humanamente hasta la médula, transforma al pensador en habitante de su cielo enterrado y sin memoria. Y de su indefensión que se confiesa en el orgullo de la vida impune, de ese brillo de espuma que congrega en los ojos la marejada ausente de la sangre, va abriéndose un espacio de pájaros que vuelan sin descanso en la embriaguez de la nocturnidad, de muchachas desnudas que se enredan en sus velos sangrantes, de nubes que se bañan en el fuego y liberan los aires ateridos.
¡Y esa es la tierra oculta por la luz terminal de la palabra, el sitio en que el jilguero derrama en una gota de alucinada muerte mi corazón eterno y sin salida! Esa es la fantasía planetaria a la que volveré una y cien veces, mientras alumbren en la luz secreta los maduros jazmines del amor inminente en un ciego perfume inagotable.
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