Pedro Mir
Tarantela
Unidad de las anclas y las hélices, estimadas en toda su alegría navegadora. Unidad de las olas en todas sus volubles golondrinas.
Unidad de las lanchas y de las redes en la luna del pez y de la anguila, sobrepecho del mangle y blancas hojas en todas sus repúblicas reunidas.
Cal de huesos, nocturna belladona, sustancia de la flor más escondida, y toda la unidad de los colores de todo mar, de toda travesía.
Unidad de la concha y de la arena, unidad de la mujer y campesina. Y a veces de zagala y tejedora, besadora lunar y mal vestida.
Unidad de las calles y las casas y acaso de la gente empobrecida, del suburbio y la escuela y unidad de todos los rincones de esta isla.
De este duro peñón, e este pedazo de hueso de clavícula extendida desde un lado del mar al otro lado de una orilla salobre a la otra orilla.
Unidad de las lágrimas y el beso de alerón de aeroplano y parabrisa, de la clase firmeza y de la clase fraternidad y de la clase espiga
y de la clase laborada y de la clase sola y desnudamente campesina y desde luego de la clase triunfo o de la clase obrera que es la misma.
Unida de también y cuanto anhelo de aquello que soporto y que tenía hace ya largo tiempo menos sangre y ahora tiene más sangre y menos vida.
Unidad de lo cierto y lo soñado contenido en ¡qué amor! y me querías porque un buque que parte hacia la noche se hunde con las luces encendidas.
Unidad, unida, tronco liviano pero fuerte, materia pensativa, alborozo unidad, fiesta unidad, sortilegio unidad que yo quería
para un país amargo pero amado, para una consistente tentativa para un pueblo dolor, una isla sueño, toda en trance de amor y de rodillas.
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