Luis Rogelio Nogueras
Oración por el hijo que nunca va a nacer
Éramos tan pobres, oh hijo mío, tan pobres que hasta las ratas nos tenían compasión. Cada mañana tu padre iba a la ciudad para ver si algún poderoso lo empleaba -aunque tan sólo fuera para limpiar los establos a cambio de un poco de arroz-. Pero los poderosos pasaban de largo sin oír quejas ni ruegos. Y tu padre volvía en la noche, pálido, y tan delgado bajo sus ropas raídas que yo me ponía a llorar y le pedía a Jizo, dios de las mujeres encintas y de la fecundidad, que no te trajera al mundo, hijo mío, que te librara del hambre y la humillación. Y el buen dios me complacía.
Así fueron pasando años sin alma. Mis pechos se secaron, y al cabo tu padre murió y yo envejecí. Ahora sólo espero el fin, como espera el ocaso a la noche que habrá de echarle en los ojos su negro manto. Pero al menos gracias al buen Jizo tú escapaste del látigo de los señores y de esta cruel existencia de perros. Nada ni nadie te hará sufrir. Las penas del mundo no te alcanzarán jamás, como no alcanza la artera flecha al lejano halcón.
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