Antonio Porpetta
Las muchachas y el mar
Toman el sol, tumbadas en la arena, bajo una exacta claridad rasgada de vuelos y abandonos, en frutal ofertorio la gloria de sus cuerpos, los sueños navegando por hondas geografías. Confían en el mar: nunca recelan de su aliento cercano, de esa casta apariencia que transmite el familiar susurro de sus olas. Ellas, tan inocentes, no saben las argucias de ese sátiro azul, los disimulos de su antigua y taimada adolescencia, sus desatadas ansias de pecado... Desde el agua profunda, una voz impaciente —como un grito de amor, quizás de súplica, o quizás un gemido— les reclama. Despiertan las muchachas, se levantan hermosamente altivas y con pasos muy leves, caminando despacio se dirigen al inmenso latido. Canta el mar sus baladas de alegría mientras ellas se adentran en su imperio, y recibe con mimos de unicornio la doble incertidumbre de sus pies, la vertical promesa de sus piernas espigas, y lame sus rodillas, y acaricia sus muslos de coral, y alcanza enloquecido la plata de sus pubis, y descubre el asombro armilar de sus cinturas, y aromado de adelfas asciende hacia sus pechos, se adormece, cubre, inunda, derrama estrellerías y hasta besa furtivo, como un juego, sus labios luminosos... Las muchachas, ausentes, arcangélicas, saltan, nadan, se ríen, chapotean, ajenas a ese dulce vaivén, a esa lujuria penetrante y sutil que les invade, sin saber que están siendo lentamente violadas, que lentamente el mar las hace suyas, que lentamente el viejo amante triunfa con su extensa ternura sobre el clamor rosado de sus sexos..
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