La Madre estaba allí, junto a la Cruz.
No llegó de repente al Gólgota, desde que el discípulo amado
la recordó en Caná, sin haber seguido paso a paso,
con su corazón de Madre el camino de Jesús.
Y ahora está allí como madre y discípula que ha seguido
en todo la suerte de su Hijo,
signo de contradicción como El, totalmente de su parte.
Pero solemne y majestuosa como una Madre,
la madre de todos, la nueva Eva,
la madre de los hijos dispersos que ella reúne
junto a la cruz de su Hijo.
Maternidad del corazón, que se ensancha con
la espada de dolor que la fecunda.
La palabra de su Hijo que alarga su maternidad
hasta los confines infinitos de todos los hombres.
Madre de los discípulos, de los hermanos de su Hijo.
La maternidad de María tiene el mismo alcance
de la redención de Jesús.
María contempla y vive el misterio con la majestad
de una Esposa, aunque con el inmenso dolor de una Madre.
Juan la glorifica con el recuerdo de esa maternidad.
Ultimo testamento de Jesús. Ultima dádiva.
Seguridad de una presencia materna en nuestra vida,
en la de todos.
Porque María es fiel a la palabra:
He ahí a tu hijo.
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