Esta historia fue escrita por una Doctora. que trabajó en Sudáfrica...
Una noche, yo había trabajado duro para ayudar a una madre en su trabajo de parto; pero a pesar de todo lo que pudimos hacer, ella murió dejándonos con un bebé prematuro diminuto y una hija de dos años que lloraba. Habríamos tenido dificultad en mantener con vida al bebé, ya que no teníamos incubadora (ni siquiera teníamos electricidad para hacer funcionar una incubadora).
Tampoco teníamos facilidades para darle alimentación especial. A pesar de vivir en el ecuador geográfico, las noches a menudo eran frías con corrientes de aire traicioneras. Una comadrona estudiante fue a traer la caja que teníamos para esos bebés y la frazada de algodón en la que debería envolverse al bebé.
Otra fue a avivar el fuego y a llenar una bolsa con agua caliente. Regresó rápido apenada a decirme que al llenar la bolsa, esta se había reventado (el plástico fácilmente se echa a perder en los climas tropicales). Exclamó, '¡Y es nuestra última bolsa para agua caliente!'
Igual que en occidente, no es bueno llorar sobre la leche derramada así también es en el África Central no es bueno llorar sobre una bolsa para agua caliente estallada. Estas no se dan en los árboles, y no hay farmacias en los extravíos de la selva.
'Está bien,' le dije, 'ponga al bebé tan cerca del fuego con todo el cuidado que pueda, y duerma entre el bebé y la puerta para librarlo de los vientos. Su trabajo es mantener al bebé con calor.' La tarde siguiente, tal como lo hacía la mayoría de días, fui a orar con algunos de los niños del orfanato que elegían reunirse conmigo. Yo les di a los más jóvenes varias sugerencias de cosas por las cuales orar y les conté del diminuto bebé. Les expliqué nuestro problema de mantener al bebé lo suficientemente cálido, mencionando lo de la bolsa para agua caliente, y que el bebé podría morir demasiado fácil si se enfriaba. También les conté de la hermanita de dos años, llorando porque su mamá había muerto.
Durante el tiempo de oración, una niña de diez años, Ruth, oró con la forma usual concisa y sin remilgos de nuestros niños africanos. 'Por favor, Dios' oró ella, 'envíanos una bolsa para agua caliente. No nos servirá mañana, Dios, porque el bebé ya estará muerto, así que por favor envíanosla esta tarde.'
En lo que me tragaba una bocanada de aire frente a la audacia de la oradora, ella agregó, '¿Y a la vez, podrías por favor enviarnos una muñeca para la pequeña hermana para que sepa que realmente la amas?'
Como pasa con la oración de los niños, fui puesta en un apuro. ¿Podía decir yo honestamente, 'Amén'? Simplemente no creí que Dios pudiera hacer esto. ¿Oh, sí? Yo sé que Dios todo lo puede, la Biblia dice así. Pero hay límites, ¿o no? La única forma en que Dios podía responder a esta oradora muy particular sería enviándome un paquete desde mi país. Yo había estado en África por casi cuatro años para ese entonces, y nunca, nunca había recibido un paquete enviado desde mi país. De todos modos, si alguien me envió un paquete, ¿quién pondría una bolsa para agua caliente? ¡Yo estaba viviendo en el ecuador geográfico!
A media tarde, cuando estaba dando clases a las enfermeras, recibí el mensaje de que un carro estaba estacionado en la puerta de enfrente de mi residencia.
Cuando llegué a mi casa, el carro ya se había ido, pero allí, sobre la baranda, había un paquete grande de veintidós libras. Sentí lágrimas mojando mis ojos. No podía abrir el paquete yo sola, así que mandé a llamar a los niños del orfanato.
Juntos tiramos de las cintas, deshaciendo cuidadosamente cada nudo. Doblamos el papel, cuidando de no romperlo demasiado. La excitación iba en aumento.
Algunos treinta o cuarenta pares de ojos estaban enfocados en la gran caja de cartón.
De ahí saqué unos jersey de punto de colores brillantes. Los ojos relumbraban conforme los levantaba. Después había las vendas de punto para los pacientes leprosos, y los niños mostraron un leve aburrimiento. Luego venía una caja de pasas mixtas con pasas de Esmirna -estas harían una porción para el pan del fin de semana-. A continuación, cuando volví a meter la mano, pensé ¿...estoy sintiendo lo que en realidad es? Agarré y saqué, sí, una bolsa para agua caliente, nueva. Lloré. No le había pedido a Dios que me la enviara; porque realmente no creí que Él pudiera hacerlo. Ruth estaba al frente de la fila que formaban los niños. Ella se abalanzó, afirmando, '¡Si Dios nos envió la bolsa, debió mandarnos también la muñeca!'
Hurgando hasta el fondo de la caja, ella sacó la muñeca pequeña y bellamente vestida. ¡Sus ojos brillaron! ¡Ella nunca dudó!
Viendo hacia mi, preguntó: '¿Puedo ir con usted y darle esta muñeca a la niña, para que ella sepa que Jesús la ama en realidad?'
El paquete había estado en camino por cinco meses completos. Empacado por mis antiguos alumnos de la escuela dominical, cuyo líder había escuchado y obedecido a Dios urgiéndole a enviar una bolsa para agua caliente, a pesar de que iba para el ecuador geográfico. Y una de las niñas había puesto una muñeca para una niña africana -cinco meses antes, en respuesta a la oradora de diez años que creyó y pidió que lo trajera 'esa tarde.'
DE LA RED
|