Toca la primera nota
y suplican los cristales,
incluso el asfalto implora
que los durmientes se alcen.
Su segunda nota vibra
y se estremece la piedra,
brama el acero su ira;
¿y los ciudadanos?, sueñan.
Toca la nota postrera
-es arduo, mas la sostiene-
y el silencio se enajena,
herido ya para siempre;
es alta y tan deletérea,
tan mortífera e hiriente
que el aire que la trasiega
se condensa en hielo y muere;
aúlla en todas las puertas,
no hay tímpano que no tiemble
ni conciencia en que no prenda,
pero los hombres aún duermen.
Los niños, en barahúnda,
desde los puentes acuden,
venidos de la basura.
Nidos míseros, que pudren
en tinieblas, los expulsan.
Hambrientos, solos y escuálidos;
son harapienta manada
que avanza a rabiosos saltos;
miles de niños que se alzan,
brincan y acogen bailando
la mentira que los llama.
Está allí, bajo las aguas
que parecían tan turbias
-les viene a decir la flauta-;
un mundo sin más locuras,
una tierra feliz, que habla
de un paisaje sin torturas
ni miserias, que regala
mansedumbres bien profundas
de alegría siempre alada;
la risa que tanto buscan,
sus ágiles bufonadas;
tantas, tan altas dulzuras
como merecen y ansiaban
están en el fondo ocultas,
en el fondo de sus aguas.
No lo dudan, se lanzan,
y todos ellos se ahogan.
Sin faltar uno,
se ahogan,
¡se ahogan!
El río
los borra del mundo devolviendo
en la ondulación de sus márgenes
sólo un pardo y denso légamo
que malhuele a pegamento,
plástico, gasolina y sangre.
Jacinto Deleble Garea