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La primera vez que tuve conciencia del extraño fenómeno que hoy quiero comentarles fue hace un año en Nueva York, en una tienda para niños pijos llamada Abercrombie & Fitch. A mí me divierte mucho observar los manejos subliminales de los que somos objeto en este mundo consumista y en lo primero que me fijé fue en lo estudiado que está todo en esta tienda. Estudiado para vender más, se entiende. Para empezar, todos los dependientes son extraordinariamente guapos, tanto que parecen modelos y, por supuesto, lucen con gran estilo esas prendas deportivas y a la vez bastante caras que hacen furor entre los jóvenes (y no tan jóvenes). Lo segundo en que reparé es en que la tienda está casi en penumbra, tal vez porque así el local parece más enrollado o, quién sabe, porque a oscuras todos los gatos son pardos. Pero lo que más llama la atención de Abercrombie es lo maravillosamente bien que huele la tienda. Yo no sabría describir exactamente qué es ese perfume tan delicioso, pero sí puedo describir lo que no es. No es ni demasiado dulce ni demasiado seco, ni demasiado masculino ni demasiado femenino, por eso no cansa, no molesta, no abruma. El resultado de tan sutil estímulo es que le pone a uno de muy buen humor y, ya se sabe, cuando uno está de buen humor y contento, consume más. Desde hace unos meses he notado que aquí, en Madrid, varias tiendas huelen exactamente igual que ese negocio que acabo de mencionar. Y, como yo debo de ser descendiente directa del perro de Pavlov, en cuanto entro en un local así perfumado, de inmediato me pongo a salivar –o mejor dicho a comprar todo lo que se me ponga por delante–. El otro día comenté este fenómeno con un amigo publicista y él me explicó que existen empresas que se dedican exclusivamente a «perfumar negocios». Sí, como lo oyen. Hay firmas que se ocupan de instalar un sistema de ambientación general acorde con el local y la mercancía que en él se venda. De este modo, tienen en su catálogo de olores no sólo ese delicioso perfume que a mí me incita a comprar como loca, sino otros muchos. Así, por ejemplo, para restaurantes disponen de un sofisticado sistema que expande el perfume por el aire acondicionado y que hace que el local huela a lo que más incite a comer. Por lo visto, lo que resulta más eficaz en estos casos es un olor a horno de leña que recuerda (a los que ya vamos peinando canas) a las cocinas tradicionales o de campo. Las tiendas de ropa para niños, por su parte, pueden perfumarse para que huelan a algo que nos retrotraiga a la infancia, la colonia Nenuco, por ejemplo, o el siempre evocador olor a goma de borrar. En tiempos de crisis estos listísimos señores se han dado cuenta de que lo mejor es recurrir a mensajes subliminales, y nada tan subliminal como el sentido del olfato. No sé ustedes, pero yo me pierdo por un olor, puesto que soy extremadamente sensible a todo lo que me llega por la nariz. No voy a recurrir a la obviedad de afirmar que me echa para atrás un olor desagradable (a quién no). Lo que digo es que un olor me predispone mucho a favor o en contra. De esto me di cuenta de la manera más imprevista hace años, cuando creí que me había enamorado de un tipo horrible. Yo no comprendía por qué me atraía tanto aquel fulano petulante, egocéntrico, tremendo, y pensaba que se debía a eso de que «el corazón tiene razones que la razón no entiende» hasta que me di cuenta de lo que pasaba. Y lo que pasaba era que aquel tipo ‘olía’ igual que un profesor de matemáticas del que yo estaba perdidamente enamorada a los doce años. Desde entonces, presto mucha atención a los aromas, los perfumes, los olores. Y es que, soy muy consciente de lo fácil que resulta que alguien me maneje, como quien dice, por la nariz. Por eso les recomiendo que cuando vayan a una tienda, un restaurante o un local cualquiera, preparen la pituitaria. Y es que en este mundo tramposo en el que vivimos, no sólo puede ser mentira lo que vemos y oímos, sino también lo que olemos y, por tanto, lo que sentimos. Inventos modernos que recurren al más irracional e intuitivo de nuestros sentidos, imbatible combinación, sin duda.
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