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Cuando llegan estas fechas, a todos nos da por repetir hasta el aburrimiento esos deseos de buena voluntad, redondos, titilantes y perfectamente huecos como una gran bola de Navidad. «Yo lo que quiero es la paz del planeta.» «Mi anhelo es que todos nos amemos ahora y siempre»; he aquí algunos de los blablás más habituales que se oyen, para después olvidarlos por completo en cuanto se apagan las luces navideñas. Se dice siempre que una cosa es predicar y otra dar trigo. Se dice también que la gente es muy falsa y que se contenta con soltar unas cuantas palabritas bienintencionadas y luego mirar por otro lado. Sin embargo, yo creo que hay un problema de enfoque en este deseo tan loable de cambiar el mundo que todos pregonamos. Pienso que son muchas las personas a las que, en efecto, les gustaría mejorar este viejo planeta en que vivimos. Creo que muchos de nosotros estaríamos dispuestos a embarcarnos en esta empresa si supiéramos cómo empezar y qué podríamos aportar nosotros a ella. El problema es que cambiar el Mundo, así con mayúscula, suena como algo que está al alcance sólo de personas extraordinarias. De grandes científicos, de políticos de primera fila, de importantes (y a ser posible riquísimos) filántropos o de románticos utópicos dispuestos a jugarse su prestigio, cuando no su vida, para alcanzar un objetivo. La mayoría de nosotros, en cambio, somos gente corriente que sólo aspira a pequeñas y no por ello desdeñables metas: tener una existencia digna, sacar adelante una familia o pasar por la vida como una buena persona. Y, sin embargo, hay algo que todos podemos hacer sin mucho esfuerzo y que mejoraría notablemente las cosas. Me refiero a cambiar, no el Mundo con mayúscula, sino nuestro pequeño mundo, nuestra pequeña esfera de influencia. Hace poco estuve en Ginebra y tuve ocasión de conocer a una persona empeñada precisamente en esta empresa. Su gran pasión es la literatura y desde hace años regenta Albatros, una librería especializada en libros en español. Como le ha ocurrido a tantos pequeños libreros, su establecimiento está seriamente amenazado por el auge de las grandes superficies, pero él ha decidido resistir. Y resistir implica –teniendo en cuenta los gastos de envío de libros en idioma extranjero y los márgenes con los que trabaja, que apenas alcanzan el 1,5 por ciento– buscarse otro empleo de supervivencia. Rodrigo, que así se llama él, trabaja en un supermercado descargando camiones de madrugada para mantener abierta su librería y cumplir así su vocación de librero. No contento con eso, es editor de nuevos autores que no encuentran quién les publique. También organiza encuentros con escritores y clubes de lectura. Y lo hace todo por amor al arte, porque le gusta y porque el esfuerzo es grande, pero más grande aún es, según él, la satisfacción de ser el único librero que vende libros en español en la ciudad de Ginebra. El caso de Rodrigo no sólo me llena de admiración, sino que me ha hecho reflexionar. Porque, como antes apuntaba, hay muchas formas de mejorar el mundo y no siempre están relacionadas con la alta política, ni siquiera con irse a África a luchar contra las injusticias o cualquier otra iniciativa de esas que a uno le vienen a la cabeza cuando piensa en ser bueno y ayudar a los demás. A veces consiste tan sólo en hacer bien lo que uno hace y vencer obstáculos que parecen insalvables. Es algo así como perseguir un sueño, siempre que ese sueño incluya a otras personas. Por eso, en estos días de buena voluntad y buenos deseos, yo también voy a expresar el mío: que haya muchos Rodrigos a los que no les importe luchar contra los molinos de viento. Personas que hagan cosas bien hechas sin esperar que nadie les dé una medallita ni los felicite por ello. Y es que, en este mundo figurón y un tanto infantiloide en el que todos hacemos cosas para lograr la atención y el aplauso ajeno, por suerte hay personas que todavía aspiran a más. Aspiran al aplauso más difícil de todos ellos, el que nos damos nosotros mismos al mirarnos al espejo y decir: «Valió la pena». |
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