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EL SÍNDROME DE CARLA BRUNI |
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Carmen Posadas | |
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Unos días atrás estuve en París y me dio por reflexionar sobre algo que me inquieta de un tiempo a esta parte. Un asunto que tiene que ver con los roles femeninos que hoy más se valoran. Francia es un buen lugar para cavilar sobre este asunto, puesto que siempre ha sido cuna de mujeres rompedoras. Y libres, y avanzadas. Desde las pescaderas que asaltaron Versailles hasta Carlota Corday o madame Roland, pasando por escritoras de la talla de madame Staël o Du Deffand y cortesanas como la Pompadour, todas hicieron gala de un mismo espíritu. Uno que se caracteriza por combinar a la perfección el arte de seducir con la libertad de actuar y de pensar. Por eso, me sorprende que el modelo adoptado por su primera dama diste tanto del de las mujeres que acabo de señalar. En efecto, madame Sarkozy, como prefiere llamarse ahora, deliberadamente ha elegido mostrar un perfil muy distinto: el de consorte que siempre va un pasito detrás de su marido, el de mujercita sumisa que prefiere vestir de monja y calzar como Cenicienta (no stilettos de cristal, precisamente, sino zapatitos bajos de andar por casa). Yo no sé, a lo mejor sufre el síndrome del trueno vestido de nazareno. En otras palabras, creo que al comportarse de este modo intenta hacer olvidar su pasado turbulento cuando decía que no estaba «hecha para la fidelidad» y bonitas frases por el estilo. Yo espero que sea ésa la causa, porque la otra posibilidad para justificar su actitud mansa y mojigata me parece mucho más inquietante. Me refiero a que alguien le haya dicho o ella se haya dado cuenta de que, para según qué primeras damas (en realidad, para casi todas), da mejor resultado adoptar el modelo esposa de los años cincuenta. En efecto, si se fijan, en este mundo supuestamente tan paritario, tan moderno y libre en el que vivimos, tanto las princesas de casas reinantes como las primeras damas son mucho más populares cuanto más convencionales y `caseras´, en el peor sentido de la palabra, se muestren. Incluso Michelle Obama, una mujer de indudable personalidad y elevado perfil profesional, ha alcanzado elevadas cotas de popularidad en Estados Unidos. ¿Cómo? ¿Continuando con su trabajo como abogada de éxito? ¿Encarnando el papel de mujer que compagina su vida laboral con la personal? No, por cierto: lo ha conseguido fotografiándose en la cocina de la Casa Blanca mientras prepara tortitas caseras para sus hijas o corriendo carreras de sacos con otras madres en el patio del colegio de las niñas. No es que yo tenga nada en contra de estas actividades, faltaría más, son muy nuestras y a la vez muy necesarias. Lo que me molesta es que ésos sean los únicos valores femeninos que se elija ensalzar. Incluso las actrices de Hollywood han entrado en el juego del marujeo, porque ahora, más que hablarnos de su trabajo, lo que les priva es darnos el turre con lo importantísimo que es en su vida ser madres; como si eso fuera algo extraordinario que hubiera que resaltar y no una perfecta obviedad. «Plus ça change, plus c’est la même chose», dicen los franceses. Todo cambia y todo sigue siendo lo mismo. Ustedes, que me leen, saben que no soy feminista o, por lo menos, no lo que se suele entender por tal, pero me parece una pena lo que está pasando. Es como si, después de haber alcanzado interesantes avances en la liberación de la mujer, ahora, gracias a una prensa sosa, retrógrada y rosa, se potenciaran los roles más subordinados del sexo femenino. Como si aún hubiera que elegir entre ser buena esposa y madre o desarrollar una vida profesional plena. No es cierto, no hay por qué elegir, se puede ser ambas cosas y yo entiendo que es mucho más interesante una mujer que no descuida ninguna de sus muchas facetas. Todo lo contrario que Carla Bruni, que antes era una artista talentosa y una mujer sexy y ahora no es más que una ñoña con merceditas. Yo no digo que se vista de roquera y vaya dando conciertos por ahí, pero flaco favor le hace a sus congéneres adoptando esa actitud. Y esto en la tierra de Marianne, la de mujeres más libres e independientes, qué extraña paradoja. | |