Las tropas del batallón español de San Quintín traían su cadáver como trofeo de desigual combate, que se reconoce hoy como la última ofrenda gloriosa del criollo bayamés al espíritu independentista de los cubanos, en el retiro de las montañas de la Sierra Maestra.
Atrás había quedado la jornada negra del 27 de febrero, cuando la desidia y la traición pudieron más que la modestia y la integridad de Carlos Manuel, quien desprovisto de viejos grados y honores apaciguaba su vergüenza de no haber alcanzado la libertad de los esclavos y la definitiva independencia de la Isla, enseñando a leer y escribir a los niños de San Lorenzo.
La sombra de una ceiba sembrada frente al puerto santiaguero fue el primer sitio que acogió el cuerpo de Céspedes, que más tarde sería llevado al antiguo Hospital Civil La Caridad, ubicado en El Tivolí, donde fue expuesto al público con las huellas visibles de los daños físicos sufridos en el barranco por el que se despeñó el día de su muerte.
Bajo el sol del mediodía, el cuerpo fue trasladado a la Casa de la Intendencia (edificación contigua al hospital), y lo expusieron públicamente sobre una mesa rústica y ordinaria de pino, que Emilio Bacardí describiera en sus Crónicas de la Ciudad como «humillante capilla ardiente que le deparó el destino para hacerle más grande a los ojos de sus conciudadanos».
En un carretón llamado La Lola, en horas de la tarde de ese mismo día, fue conducido al cementerio de Santa Ifigenia y sin penas ni gloria fue depositado en una fosa común del patio G, en la hilera 1ra., enmarcada con los números 2 y 3, lugar reconocido y preservado por Calixto Acosta Nariño, cirujano santiaguero; Luis Yero Buduén y José Joaquín Navarro, los cuales junto a José Caridad Díaz, celador del camposanto, y los sepultureros José Dolores Acosta, Fernando Gómez y el albañil Prudencio Ramírez «Lencho», juramentaron cuidar y preservar los preciados restos del Padre de la Patria.
ACOMPAÑADO DE RELÁMPAGOS Y TRUENOS
Cinco años después, el 25 de marzo de 1879, casi al anochecer se exhumaron los restos de Céspedes en la presencia de unos pocos, entre ellos el fiel doctor Acosta Nariño, quien se refirió al momento con particular vehemencia: «Conmovía ver aquellas palmas negras (del celador José Caridad Díaz y de «Lencho») manejar sus picos con tanto cuidado como si fueran a tocar un cristal. Media hora después aparecían los restos completos del Padre de la Patria acompañados de relámpagos y truenos, como si los mismos quisieran participar de la escena fúnebre».
Él y José Joaquín Navarro, iluminados con la poca luz de un farol, atravesaron con los restos de Céspedes guardados en un cofre el cementerio hasta llegar al patio B, el más antiguo de la necrópolis, donde ubicaron en un lugar secreto los despojos, sin identificación alguna.
«A la unidad de nuestro funeral marcharon los dos negros sepultureros, quienes durante cinco años habían velado con fidelidad los restos, nos quitaron la caja, porque ellos también querían cargar al que había muerto por la libertad de todos, llegaron por fin al lugar donde se iba a depositar en la bóveda los restos en caja, clavándolo después fuertemente, colocándolos en la bóveda cerrada por mampostería sin nombre, sin señal alguna, conforme a lo que se había previsto, pues se hizo la exhumación con el mayor civismo y a mediados de mes para que dichos restos no se hubiesen perdido», describió Acosta Nariño.
Tal atrevimiento no fue soslayado por las autoridades coloniales que encerraron en el Morro santiaguero a Calixto Acosta, tras la exhumación de los mártires del vapor Virginius, de Céspedes y de Perucho Figueredo, patriota íntegro que murió exiliado en Estados Unidos y cuyos restos más tarde fueron trasladados hasta Santa Ifigenia.
JUSTICIA HISTÓRICA
En 1898, emigrados cubanos masones residentes en Jamaica, por iniciativa de Emilio Bacardí y en gesto patriótico, costearon dos lápidas de mármol, una para ser colocada en la tumba de Céspedes hasta que se le erigiera un digno monumento y la otra en el nicho 134, Galería Sur, donde descansaban los restos de José Martí, con el epitafio «Martí, los cubanos te bendicen», que actualmente se conserva en el museo Emilio Bacardí.
El 16 de octubre de ese año se expuso públicamente, por vez primera, el lugar donde se encontraba enterrado Carlos Manuel de Céspedes con la colocación de la tarja en la fosa 103 del patio B.
Ya en pleno período republicano, el Consejo de Gobierno Provincial de Oriente aprobó construir un monumento al Padre de la Patria en el cementerio de Santa Ifigenia y colocar un busto en un espacio público, génesis del concurrido Parque Céspedes que distingue en la actualidad el centro histórico de la Ciudad Heroína.
El 10 de octubre de 1909, después de un significativo acto patriótico en la ciudad y en el cementerio, fue colocada la primera piedra para la construcción del mausoleo en el que definitivamente descansaría Céspedes.
A bordo del Vapor Pío XI llegaron las piezas procedentes de Italia el 6 de marzo de 1910 y comenzaron a emplazarse inmediatamente por la casa marmolista Manuel Prieto, la más importante de Oriente.
El conjunto escultórico ecléctico fue confeccionado en mármol de Carrara, cuya imagen se nos presenta en un busto del prócer y se extiende alzándose por detrás de este una columna conmemorativa, rematada por un ánfora que culmina en llama eterna; a la derecha se observa una madre patria —imitando la Marsellesa francesa—, la cual porta un gran escudo cubano estirado hacia abajo, sobre el que sobresale una cadena con eslabones rotos como símbolos de que a la muerte de Céspedes aún la República estaba en guerra y que fue el primer cubano que rompió con la colonia y la esclavitud.
El monumento, en el que algunas personas denotan elementos de la simbología masónica, quedó enmarcado por una cerca de nueve pequeñas columnas entrelazadas por cadenas confeccionadas en bronce y se distingue en él la Bandera Nacional junto a la que Candelaria Acosta bordara aquel venerable día en que se iniciaron nuestras gestas emancipadoras.
PARA SIEMPRE ENTRE NOSOTROS
Con el aliento de una tradición citadina para homenajear a Antonio Maceo, se escogía el día de su caída en combate en Punta Brava, como motivo para glorificar a hijos ilustres de la Patria que venían a descansar bajo la mirada atenta de los indómitos orientales en Santa Ifigenia.
Es así como el 7 de diciembre de 1910, desde el Gobierno Provincial partió una manifestación de pueblo hasta el cementerio para sacar los restos de Céspedes de su segundo entierro y trasladarlos hasta el edificio gubernamental.
En capilla ardiente fueron venerados, tras 36 años de oprobiosa omisión, los mortales restos de un hombre a quien le bastó el 10 de octubre de 1868 para inscribirse entre los redentores de la Humanidad.
En el majestuoso salón había profusión de banderas y grandes ramos de laureles y millares de flores que escoltaron el féretro, junto a guardias de honor, hasta las cuatro de la tarde, hora en que partió una comitiva de veteranos, patriotas y estudiantes uniformados, con bandas y tambores y una gran enseña nacional, para acompañar los restos del Padre de la Patria hasta el actual mausoleo donde descansa definitivamente resguardado por la continuidad, en las nuevas generaciones, de la tradición heroica que hombres como él nos legaron.
Nota: Agradecemos la colaboración de las especialistas Martha Hernández Cobas, Marcia Bergues Álvarez y Ana Beatriz Morales.