“La elocuencia nunca le falta al que escribe de la abundancia del corazón”. José Martí
Mi pueblo está situado en el noroeste de la provincia La Habana. Aquí hablo de ese lugar tal como lo vi en mi niñez y juventud, con sus casas humildes, casi todas de techo de tejas criollas o de zinc, y otras con cubiertas de papel de techo y algunas de guano.
De dos plantas había una sola en aquellos tiempos, una parte de esta se derrumbó en el año 1926 cuando se celebraba un baile allí. Hubo varios muertos, un ruido infernal y una nube de polvo muy alta.
Años después, cuando ya había cumplido los 15 años y terminaba la Segunda Guerra Mundial, vi en un periódico de la época dos fotos de los hongos que levantaron las dos bombas atómicas que lanzó los Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945… Esto me hizo recordar la catástrofe de la casa derrumbada durante un baile en mi pueblo, pero desde luego, las proporciones fueron muy diferentes.
Es bueno que todos sepamos, según datos históricos confirmados, que mi patria chica comenzó a surgir desde el 29 de abril de 1672, en que le fueron concedidas sus tierras en merced a Domingo Pérez Silva, lo que se remonta a la Segunda mitad del siglo XVII.
La calle principal fue la propia Carretera Central, hasta 1930, más o menos. Ésta era un camino real por donde transitaban diligencias y carretones tirados por mulos y caballos. A partir de ese año, cuando aparecieron los primeros vehículos por mi pueblo ya lo hacían por la Calzada Real, entonces de adoquines, de esos que son más duros que el mármol haciendo saltar los automóviles y parece que usted va montado en un caballo. Las otras calles eran solo dos: la del Sol y la del Matadero. Lo demás eran trillos y callejones… de asfalto, nada.
Al sur, el límite era la línea del ferrocarril. Esta pasaba paralela a la Calle Real, y a unos metros de distancia, tenía su anden donde paraba el tren. Más allá de la línea no vivía nadie.
En el centro del pueblo estaba la iglesia, la cual fue erigida oficialmente en 1795, y está construida sobre una loma, realmente un lugar privilegiado. La Carretera Central le pasa por el frente, allá debajo, ahí donde cortaron la loma. A la entrada por el Este, se encuentra el puente que va sobre un arroyo, que más parece un charco, y tiene dos recodos donde se acumula alguna agua. Uno de los recodos es conocido como el Donque, el otro, El charco de los caballos. Sí, en estos se bañaban los muchachos en cueros y tomaban agua las reses. Debajo del puente, donde están esos imponentes arcos construidos de cantería desde la época de la colonia, se pescaban biajacas.
Para conocer mejor la historia de mi barrio sería bueno saber que al establecerse las líneas de diligencias entre la capital del país y la zona de Vuelta Abajo, mi poblado se convirtió en un sitio de paradas de carruajes, por lo que resultaba un molesto obstáculo el cruce de la pequeña corriente del rio, que en época de lluvia, cuando aumentaba el caudal, se hacía intransitable. Por tal razón la administración colonial determinó la construcción del puente, cuya primera piedra fue colocada el 8 de diciembre de 1848 en un acto que contó con la presencia del Capitán General, Don Luis de las Casas. “Su excelencia”, fue recibido allí con los honores que le correspondían a su alta jerarquía, por un piquete de Infantería y una Unidad de Lanceros del Rey, que marchaban detrás del jerarca, mientras que en la entrada de mi pueblo se hallaba formada una compañía de milicias de caballería que hizo también al distinguido visitante los honores que le eran debidos. El costo total de la obra entonces fue de 64,000 pesos. Se abrió al público el 19 de noviembre de 1849, denominándose el puente “Las Casas”, en honor al Gobernador General. ¡Vaya honor para mi pueblo!
Como todos los pueblos, este tiene sus características, sus particularidades, sus personajes, sus miserias humanas, sus virtudes, sus tristezas y sus alegrías. ¡Tiene, finalmente, su historia…!
En mi pueblo había una escuelita primaria; a partir del 6to grado, había que emigrar. No existía ni un solo centro hospitalario, ni tan siquiera una posta médica, ni un médico particular. Todo eso lo hubo muchos años después…
Allí no había chimeneas de centrales azucareros ni de ninguna fábrica. Sólo existían un par de chinchales donde hacían mortadellas y salchichones. Los obreros no pasaban de 20 o 30, y allá abajo, el matadero… más nada. Lo otro era ganarse la vida dando pico y pala o trabajando en una de aquellas mansiones que nos rodeaban. Plazas había varias: choferes, jardineros, cocineras, manejadoras y otras labores de servidumbre. Los sueldos iban desde 8 pesos a los más altos, 30 ó 40 pesos mensuales. ¡Este era mi pueblo!
Desde luego que todos seguíamos orgullosos de nuestra iglesia, de nuestro cura y de las fiestas de Semana Santa.
En video, “Campesinos guataqueando” /1943. Memoria fílmica
(Continuará)