Cuando Cuba amanece, de lunes a viernes, se abren sus hogares, de todos los tamaños y estilos, y de ellos salen a llenar las calles los alumnos más tiernos del país: los niños.
Van ellos inocentes, alegres, despertándose como se abren las flores coloridas. Avanzan a prisa, colgados de los brazos de los padres o los abuelos, o al centro de una nube de amigos que busca la escuela con particular brío cada lunes, ese día que, como dijera nuestro poeta Eliseo Diego, estrena la semana tumbándonos la puerta.
La familia cubana es tocada por ese suceso que es uno de los más trascendentes en su vida. Sea de casas humildes o más confortables, los pequeños suelen salir planchaditos, bien peinados, con sus bolsos escolares y zapatos limpios, con la merienda acomodada por alguna mano amorosa entre el equipaje.
No importa que en la tarde, a la vuelta, algunos regresen «empanizados» en polvo; hechos «tierrita», como diría una abuela llevándose las manos a la cabeza: al día siguiente se les verá salir nuevamente impecables, rumbo al pupitre o al patio de la escuela, ese espacio bendito, ese otro hogar de puertas anchurosas, abiertas para todos.