Tras la desaparición del plano terrenal del gran Gabriel García Márquez, el pasado 17 de abril, kuna serie de inquietudes han surgido en mi cerebro. Algunas de ellas como ¿Que habría sucedido con su nombre, si no hubiese ganado el Nobel de literatura en 1982? ¿Que habría sucedido con nuestro país, si hubiese continuado su camino siendo el periodista brillante que fue y no hubiese escrito “Cien años de soledad”? Por supuesto, esas son preguntas que, jamás, podría llegar a responder nadie con un 100% de legitimidad. Pero, hay una incógnita que aún, en este momento, ronda por todos los rincones de mi mente ¿Que habría sucedido, si Gabo hubiese sido Presidente de Colombia?
Hace apenas uno segundos, cerraba mis ojos y me imaginaba una situación. En un Salón Elíptico del Capitolio o La Plaza de Bolívar, repleta de seguidores, de los labios del oriundo de la zona bananera salían las palabras de juramento, consagradas en el artículo 192 de la Constitución, que sonaban en los altoparlantes instalados para la ceremonia: “Juro a Dios y prometo al pueblo cumplir fielmente la Constitución y las leyes de Colombia”. Por supuesto, en la posesión, estaría con su cuerpo cubierto por una guayabera y no por telas de Armani.
Seguramente, el presupuesto nacional incluiría más apoyo al fortalecimiento intelectual de los habitantes de Colombia, en vez de gastar millones en balas y fusiles. Una de sus apuestas, probablemente, sería convertir en obligatoria la educación hasta obtener un título profesional, en vez de obligar a jóvenes de 18 años a prestar el servicio militar. La sensibilidad del ser de Gabo, casi indudablemente, lo hubiese llevado a decretar que los niños tuvieran más posibilidades de sonar y no tantos imperativos, en sus primeros años de formación académica. Imagino charlas profundas con diferentes gremios para llegar a explotar, al máximo, la capacidad de negociación y obtener el mejor resultado, para el pueblo, haciendo uso de la prioridad del bien común. Ineludiblemente, no habríamos tantos colombianos exiliados, pues el lo vivió durante años y haría, hasta lo imposible, para que su nación recibiera del Estado las mejores condiciones sin necesidad de emigrar, abruptamente, con el corazón arrugado y una sonrisa falsa dibujada en los labios. La libertad de prensa, sin lugar a dudas, estaría de fiesta pues se buscaría abrir los ojos y no ponerle una venda, aún más grande, sobre los ojos ya tapados del pueblo. Él, tranquilamente, hubiese preferido ampliar las universidades y no las cárceles.
Ahora, cuando abro los ojos tengo que recordar que Gabo no llegó a sentarse, jamás, en la silla de la máxima magistratura del país donde nací. Solamente, pudo dejarnos un Nobel, una vida llena de magia y una cantidad de sueños, y emociones, que mantienen con ilusión a un pueblo desangrado y con los ojos llenos de lágrimas. Hay que agradecer porque nos permitió conocer a la familia Buendía, por haber leído el “mierda” que el coronel le dijo a su esposa, por haber vivido “en carne propia” un secuestro y un naufragio, por sentir el amor de sierva María y Florentino Ariza, por conocer el carácter de Zacarias, por vivir la muerte del general, por leer doce cuentos inolvidables (aunque de mi cabeza no sale, aún, María dos Prazeres). No voy a imaginar más lo que pudo hacer por mi país maestro, pero tampoco voy a llorar por su partida ¿Por qué llorar por usted, Gabriel García Márquez, si me llenó la vida de magia?
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