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General: Gabo en el recuerdo de su andadura en el periodismo
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De: Ruben1919 (Mensaje original) |
Enviado: 19/04/2014 09:16 |
Gabo en el recuerdo de su andadura en el periodismo |
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Written by Anubis Galardy |
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19 de abril de 2014, 03:39Bogotá, 19 abr (PL) El Gabriel García Márquez periodista es recordado aquí por su ejercicio del "mejor oficio del mundo", como definiera una profesión a la que se entregó con un rigor creativo que lo convirtió en uno de sus cultores antológicos.
"Recuerdo cuando trabajé en la oficina de la Agencia Prensa Latina en Bogotá en los años 60, cuyo director era Plinio Apuleyo y Gabo el subdirector, evoca el escritor y director de la Academia de Historia del departamento del Quindío, Jaime Lopera.
Al mediodía o en la tarde se encerraba en su oficina, rememora, y empezaba a ocuparse de sus escritos, o de sus cuentos y narraciones. "Nadie lo importunaba, era prácticamente un ermitaño durante esas horas de creación intelectual" en el séptimo piso del edificio ubicado en de la Carrera Séptima con calle 17.
Desde afuera, recuerda, solo escuchábamos el rumor apagado del tecleo en su máquina hasta que hacía un alto "para estirar las piernas", y me decía: Lopera, "acompáñeme, vamos a tomarnos un tinto" (sinónimo del café colombiano").
Fue un verdadero maestro de este oficio, asegura, una fuente obligada de consulta de veteranos y noveles. Su obra trasciende todas las esferas y habla por sí sola".
Gabo dejó dispersos, en sus entrevistas y crónicas, en las conversaciones con sus colegas, un manojo de conceptos sobre una profesión a la que impregnó una huella definitiva, como lo hizo Ernest Hemingway o, más cercano en el tiempo, Ryszard Kapuscinski
"El periodismo es la profesión que más se parece al boxeo, con la ventaja de que siempre gana la máquina y la desventaja de que no se permite tirar la toalla", reflexionó en sus Textos costeños, publicados en 1992.
Sobre los nexos de esta profesión con la literatura, dijo en los años 70: "El periodismo me ha ayudado a establecer un estrecho contacto con la vida y me ha enseñado a escribir. La obra creativa, de fantasía, ha dado valor literario a mis trabajos como periodista".
"La mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor", sentenció en un discurso ante la 52 Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa en Los Angeles, Estados Unidos, el 7 octubre de 1996.
"Los periódicos han priorizado el equipamiento material e industrial, pero han invertido muy poco en la formación de los periodistas. La calidad de la noticia se ha perdido por culpa de la competencia, la rapidez y la magnificación de la primicia", aseveró en una entrevista publicada en Radar, Nueva York.
"En la carrera en que andan los periodistas debe haber un minuto de silencio para reflexionar sobre la enorme responsabilidad que tienen", dijo a la periodista María Elvira Samper en un un artículo publicado en la revista Semana el 14 de marzo de 1989.
Cuando uno se sienta a escribir, hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, subrayó en 1998 en un diálogo con Alex Grijelmo.
A lo ancho y lo largo de su andadura por esta profesión, de su contacto con colegas y escritores, Gabo fue desgranando sus concepciones sobre la ética y la responsabilidad de una profesión a la que el dignificó y ennobleció como pocos.
De juntarlas en un libro constituirían una cátedra sobre un oficio solo comprometido con la realidad social en la que uno está inmerso, afirmaba.
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Cuba homenajea a Gabriel García Márquez en aniversario de su Nobel |
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Escrito por Charly Morales Valido |
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14 de noviembre de 2013, 00:24La Habana, 14 nov (PL) El escritor colombiano Gabriel García Márquez será homenajeado hoy en Casa de las Américas, con una exposición sobre sus personajes y un panel sobre su vínculo con el Caribe.
La iniciativa recordará el aniversario 31 de la entrega al "Gabo" del Premio Nobel de Literatura, y la elección de Casa obedece a que el narrador ha sido jurado del premio que auspicia esta institución.
La mencionada exposición recoge a múltiples personajes de su vasta obra, desde Melquíades, Remedios la Bella, Mamá Grande y hasta un Coronel a quien nadie escribe, cuyas entrañas pica un gallo rojo.
A su vez, la muestra "Gabriel García Márquez y el Caribe" reúne en 16 mamparas fotos, textos y huellas gráficas de la cercanía del autor de Cien años de soledad con el ámbito caribeño.
Dicha relación será también debatida a profundidad en un panel integrado por los académicos Conrado Zuluaga (Colombia) y Luisa Campusano (Cuba), que desmenuzan las influencias del también maestro de periodistas.
tgj/cmv |
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El Gabo de vuelta a Casa
Madeleine Sautié Rodríguez
Un homenaje al escritor Gabriel García Márquez tendrá lugar próximamente en la Casa de las Américas a propósito de conmemorarse el 30 aniversario de la entrega del Nobel de Literatura (cuarto de la región) al prominente intelectual colombiano.
Cartel del homenaje a Gabriel García Márquez.
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El tributo ha sido auspiciado por la embajada de Colombia en La Habana y por la propia institución, donde en más de una ocasión el autor ha sido miembro del jurado del Premio Casa.
La tirada masiva en 1988 de Cien años de soledad y la publicación en la revista Casa del discurso que pronunciara el autor al recibir el Nobel, cuentan entre las más cercanas cortesías que recibiera el Gabo en la institución, que hoy le rinde honores.
Por tanto no es noticia la permanente presencia espiritual allí del autor de El amor en los tiempos del cólera que entre los días 14 y 15 de noviembre, inaugurará en sus predios las exposiciones Personajes en la obra de Gabriel García Márquez y Gabriel García Márquez y el Caribe, concebidas, la primera, a partir de ilustraciones protagonizadas por personajes de su narrativa, mientras la segunda reúne fotografías, textos y huellas gráficas de la cercanía del autor con el entorno caribeño.
Paneles, presentaciones de libros y audiovisuales forman parte también del programa de actividades que nos permitirán palpar desde el arte y la palabra a uno de los más entrañables escritores de Latinoamérica.
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Mi amigo Mutis: por Gabriel García Márquez
Rompiendo un pacto entre ambos escritores, 'Gabo' habló del lazo que lo unía a Mutis en el prólogo del libro “La mansión de Araucaima”.
Por: Gabriel García Márquez
Los escritores Álvaro Mutis y Grabriel García Márquez en Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
Éste es el prólogo del libro “La mansión de Araucaima” escrito por Gabriel García Márquez, en el que el nobel aprovecha para describir, con sentidas palabras, el estrecho lazo que lo unía con Álvaro Mutis, fallecido este domingo a sus 90 años.
Mi amigo Mutis
Alvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio, él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que ésta.
Alvaro contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica de 1949. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres o cuatro años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que me transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta salita de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40 años, hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello. "Carajo", le dije derrotado."De modo que eras tú".
Lo único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no teníamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.
Alvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne en este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Alvaro se le iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la cara caían fulminados con un grito de dolor.
En otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba dentro, le dijo: "El señor obispo". En un restaurante de México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo, creyendo que en realidad era Walter Winchell, el personaje de Los Intocables que Alvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas enlatadas para América Latina, le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.
Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia florida y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.
Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Alvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: "Ahí tiene, para que aprenda". Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador ha sido Alvaro Mutis desde que escribí Cien Años de Soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él. Sus amigos me los contaban después tal como Alvaro se los contaba, y muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador se lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado: "Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos", me gritó. "Esta vaina no tiene nada que ver con lo que me había contado".
Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho.
Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Alvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más de 30 años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono para estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta regla de amistad elemental, y Alvaro me dio entonces una prueba máxima de la clase de amigo que es capaz de ser.
Fue así: ahogado de tequila, con un amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde Alvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana. Alvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 años para expresarle mi remordimiento.
Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en que hemos estado juntos, ha sido viajando. Esto nos ha permitido ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las horas interminables de carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de 300 kilómetros sobre los cátaros y los papas de Aviñón. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en París.
Sin embargo, la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos recién abandonados. Alvaro había manejado durante más de tres horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: "País de grandes ciclistas y cazadores". Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aquella, aun en las visitas más propias y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.
Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases, sino los recreos. En París, esperando que las señoras acabaran de comprar, Alvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: "Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cachemir". Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40.
En Roma, en casa de Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recitó un poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en persona le pidió un autógrafo creyendo que era él. Un verso suyo me había inquietado desde que lo leí: "Ahora que sé que nunca conoceré Estambul".
Un verso extraño en un monárquico insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera la razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso conociendo Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo, no tuve un instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por el poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Alvaro es un anciano de 70 años y yo un niño de 66, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.
De todos modos, la única vez en que de veras me he creído a punto de morir, también estaba con Alvaro. Rodábamos a través de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha sin tiempo para mirar adónde íbamos a caer. Por un instante sentí la sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el vacío. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento hasta que el automóvil se acostó como un niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo de aquel instante es la cara de Alvaro en el asiento de al lado, que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que parecía decir:
"¡Pero qué está haciendo este pendejo!".
Estos exabruptos de Alvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los almacenes Macy's, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo: "No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean lo bien que le va".
Por supuesto que le iba bien, si era una versión culta y magnificada de ella, y conocido en medio planeta, no tanto por su poesía como por ser el hombre más simpático del mundo. Por dondequiera que pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de sus comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos más sabemos que no son más que aspavientos para asustar a sus fantasmas. Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que paga Alvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en un sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no le envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabiduría, su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quimérica y la desolación interminable de su poesía.
Lo he visto escondido del mundo en las sinfonías paqui-dérmicas de Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rincón apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una película de vaqueros, relee de una tirada En busca del tiempo perdido. Pues una buena condición para que lea un libro es que no tenga menos de 1.200 páginas. En la cárcel de México, adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció los 16 meses que él considera los más felices de su vida.
Siempre pensé que la lentitud de su creación era causada por sus oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la niebla de Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis años.
Basta leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra completa de Alvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.
Quedémonos con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir con Alvaro estos 70 años de todos. Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con todo el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto lo queremos.
Tomado de: La biblioteca virtual de www.banrepcultural.org (Biblioteca Familiar Colombiana / Presidencia de la República)
Por: Gabriel García Márquez |
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García Márquez: “El enigma de los dos Chávez”
Carlos Andrés Pérez descendió al atardecer del avión que lo llevó de Davos, Suiza, y se sorprendió de ver en la plataforma al general Fernando Ochoa Antich, su ministro de Defensa. “¿Qué pasa?”, le preguntó intrigado. El ministro lo tranquilizó, con razones tan confiables, que el Presidente no fue al Palacio de Miraflores sino a la residencia presidencial de La Casona. Empezaba a dormirse cuando el mismo ministro de Defensa lo despertó por teléfono para informarle de un levantamientio militar en Maracay. Había entrado apenas en Miraflores cuando estallaron las primeras cargas de artillería.
Era el 4 de febrero de 1992. El coronel Hugo Chávez Frías, con su culto sacramental de las fechas históricas, comandaba el asalto desde su puesto de mando improvisado en el Museo Histórico de La Planicie. El Presidente comprendió entonces que su único recurso estaba en el apoyo popular, y se fue a los estudios de Venevisión para hablarle al país. Doce horas después el golpe militar estaba fracasado. Chávez se rindió, con la condición de que también a él le permitieran dirigirse al pueblo por la televisión. El joven coronel criollo, con la boina de paracaidista y su admirable facilidad de palabra, asumió la responsabilidad del movimiento. Pero su alocución fue un triunfo político. Cumplió dos años de cárcel hasta que fue amnistiado por el presidente Rafael Caldera. Sin embargo, muchos partidarios como no pocos enemigos han creído que el discurso de la derrota fue el primero de la campaña electoral que lo llevó a la presidencia de la República menos de nueve años después.
El presidente Hugo Chávez Frías me contaba esta historia en el avión de la Fuerza Aérea Venezolana que nos llevaba de La Habana a Caracas, hace dos semanas, a menos de quince días de su posesión como presidente constitucional de Venezuela por elección popular. Nos habíamos conocido tres días antes en La Habana, durante su reunión con los presidentes Castro y Pastrana, y lo primero que me impresionó fue el poder de su cuerpo de cemento armado. Tenía la cordialidad inmediata, y la gracia criolla de un venezolano puro. Ambos tratamos de vernos otra vez, pero no nos fue posible por culpa de ambos, así que nos fuimos juntos a Caracas para conversar de su vida y milagros en el avión.
Fue una buena experiencia de reportero en reposo. A medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad que no correspondía para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a través de los medios. Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era el real?
El argumento duro en su contra durante la campaña había sido su pasado reciente de conspirador y golpista. Pero la historia de Venezuela ha digerido a más de cuatro. Empezando por Rómulo Betancourt, recordado con razón o sin ella como el padre de la democracia venezolana, que derribó a Isaías Medina Angarita, un antiguo militar demócrata que trataba de purgar a su país de los treintiséis años de Juan Vicente Gómez. A su sucesor, el novelista Rómulo Gallegos, lo derribó el general Marcos Pérez Jiménez, que se quedaría casi once años con todo el poder. Éste, a su vez, fue derribado por toda una generación de jóvenes demócratas que inauguró el período más largo de presidentes elegidos.
El golpe de febrero parece ser lo único que le ha salido mal al coronel Hugo Chávez Frías. Sin embargo, él lo ha visto por el lado positivo como un revés providencial. Es su manera de entender la buena suerte, o la inteligencia, o la intuición, o la astucia, o cualquiera cosa que sea el soplo mágico que ha regido sus actos desde que vino al mundo en Sabaneta, estado Barinas, el 28 de julio de 1954, bajo el signo del poder: Leo. Chávez, católico convencido, atribuye sus hados benéficos al escapulario de más de cien años que lleva desde niño, heredado de un bisabuelo materno, el coronel Pedro Pérez Delgado, que es uno de sus héroes tutelares.
Sus padres sobrevivían a duras penas con sueldos de maestros primarios, y él tuvo que ayudarlos desde los nueve años vendiendo dulces y frutas en una carretilla. A veces iba en burro a visitar a su abuela materna en Los Rastrojos, un pueblo vecino que les parecía una ciudad porque tenía una plantita eléctrica con dos horas de luz a prima noche, y una partera que lo recibió a él y a sus cuatro hermanos. Su madre quería que fuera cura, pero sólo llegó a monaguillo y tocaba las campanas con tanta gracia que todo el mundo lo reconocía por su repique. “Ese que toca es Hugo”, decían. Entre los libros de su madre encontró una enciclopedia providencial, cuyo primer capítulo lo sedujo de inmediato: Cómo triunfar en la vida.
Era en realidad un recetario de opciones, y él las intentó casi todas. Como pintor asombrado ante las láminas de Miguel Angel y David, se ganó el primer premio a los doce años en una exposición regional. Como músico se hizo indispensable en cumpleaños y serenatas con su maestría del cuatro y su buena voz. Como beisbolista llegó a ser un catcher de primera. La opción militar no estaba en la lista, ni a él se le habría ocurrido por su cuenta, hasta que le contaron que el mejor modo de llegar a las grandes ligas era ingresar en la academia militar de Barinas. Debió ser otro milagro del escapulario, porque aquel día empezaba el plan Andrés Bello, que permitía a los bachilleres de las escuelas militares ascender hasta el más alto nivel académico.
Estudiaba ciencias políticas, historia y marxismo al leninismo. Se apasionó por el estudio de la vida y la obra de Bolívar, su Leo mayor, cuyas proclamas aprendió de memoria. Pero su primer conflicto consciente con la política real fue la muerte de Allende en septiembre de 1973. Chávez no entendía. ¿Y por qué si los chilenos eligieron a Allende, ahora los militares chilenos van a darle un golpe? Poco después, el capitán de su compañía le asignó la tarea de vigilar a un hijo de José Vicente Rangel, a quien se creía comunista. “Fíjate las vueltas que da la vida”, me dice Chávez con una explosión de risa. “Ahora su papá es mi canciller”. Más irónico aún es que cuando se graduó recibió el sable de manos del presidente que veinte años después trataría de tumbar: Carlos Andrés Pérez.
“Además”, le dije, “usted estuvo a punto de matarlo”. “De ninguna manera”, protestó Chávez. “La idea era instalar una asamblea constituyente y volver a los cuarteles”. Desde el primer momento me había dado cuenta de que era un narrador natural. Un producto íntegro de la cultura popular venezolana, que es creativa y alborazada. Tiene un gran sentido del manejo del tiempo y una memoria con algo de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo Gallegos.
Desde muy joven, por casualidad, descubrió que su bisabuelo no era un asesino de siete leguas, como decía su madre, sino un guerrero legendario de los tiempos de Juan Vicente Gómez. Fue tal el entusiasmo de Chávez, que decidió escribir un libro para purificar su memoria. Escudriñó archivos históricos y bibliotecas militares, y recorrió la región de pueblo en pueblo con un morral de historiador para reconstruir los itinerarios del bisabuelo por los testimonios de sus sobrevivientes. Desde entonces lo incorporó al altar de sus héroes y empezó a llevar el escapulario protector que había sido suyo.
Uno de aquellos días atravesó la frontera sin darse cuenta por el puente de Arauca, y el capitán colombiano que le registró el morral encontró motivos materiales para acusarlo de espía: llevaba una cámara fotográfica, una grabadora, papeles secretos, fotos de la región, un mapa militar con gráficos y dos pistolas de reglamento. Los documentos de identidad, como corresponde a un espía, podían ser falsos. La discusión se prolongó por varias horas en una oficina donde el único cuadro era un retrato de Bolívar a caballo. “Yo estaba ya casi rendido, -me dijo Chávez-, pues mientras más le explicaba menos me entendía”. Hasta que se le ocurrió la frase salvadora: “Mire mi capitán lo que es la vida: hace apenas un siglo éramos un mismo ejército, y ése que nos está mirando desde el cuadro era el jefe de nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?”. El capitán, conmovido, empezó a hablar maravillas de la Gran Colombia, y los dos terminaron esa noche bebiendo cerveza de ambos países en una cantina de Arauca. A la mañana siguiente, con un dolor de cabeza compartido, el capitán le devolvió a Chávez sus enseres de historiador y lo despidió con un abrazo en la mitad del puente internacional.
“De esa época me vino la idea concreta de que algo andaba mal en Venezuela”, dice Chávez. Lo habían designado en Oriente como comandante de un pelotón de trece soldados y un equipo de comunicaciones para liquidar los últimos reductos guerrilleros. Una noche de grandes lluvias le pidió refugio en el campamento un coronel de inteligencia con una patrulla de soldados y unos supuestos guerrilleros acabados de capturar, verdosos y en los puros huesos. Como a las diez de la noche, cuando Chávez empezaba a dormirse, oyó en el cuarto contiguo unos gritos desgarradores. “Era que los soldados estaban golpeando a los presos con bates de béisbol envueltos en trapos para que no les quedaran marcas”, contó Chávez. Indignado, le exigió al coronel que le entregara los presos o se fuera de allí, pues no podía aceptar que torturara a nadie en su comando. “Al día siguiente me amenazaron con un juicio militar por desobediencia, -contó Chávez- pero sólo me mantuvieron por un tiempo en observación”.
Pocos días después tuvo otra experiencia que rebasó las anteriores. Estaba comprando carne para su tropa cuando un helicóptero militar aterrizó en el patio del cuartel con un cargamento de soldados mal heridos en una emboscada guerrillera. Chávez cargó en brazos a un soldado que tenía varios balazos en el cuerpo. “No me deje morir, mi teniente”… le dijo aterrorizado. Apenas alcanzó a meterlo dentro de un carro. Otros siete murieron. Esa noche, desvelado en la hamaca, Chávez se preguntaba: “¿Para qué estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de militares torturaban a campesinos guerrilleros, y por el otro lado campesinos guerrilleros mataban a campesinos vestidos de verde. A estas alturas, cuando la guerra había terminado, ya no tenía sentido disparar un tiro contra nadie”. Y concluyó en el avión que nos llevaba a Caracas: “Ahí caí en mi primer conflicto existencial”.
Al día siguiente despertó convencido de que su destino era fundar un movimiento. Y lo hizo a los veintitrés años, con un nombre evidente: Ejército bolivariano del pueblo de Venezuela. Sus miembros fundadores: cinco soldados y él, con su grado de subteniente. “¿Con qué finalidad?” le pregunté. Muy sencillo, dijo él: “con la finalidad de prepararnos por si pasa algo”. Un año después, ya como oficial paracaidista en un batallón blindado de Maracay, empezó a conspirar en grande. Pero me aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de convocar voluntades para una tarea común.
Esa era la situación el 17 de diciembre de 1982 cuando ocurrió un episodio inesperado que Chávez considera decisivo en su vida. Era ya capitán en el segundo regimiento de paracaidistas, y ayudante de oficial de inteligencia. Cuando menos lo esperaba, el comandante del regimiento, Ángel Manrique, lo comisionó para pronunciar un discurso ante mil doscientos hombres entre oficiales y tropa.
A la una de la tarde, reunido ya el batallón en el patio de fútbol, el maestro de ceremonias lo anunció. “¿Y el discurso?”, le preguntó el comandante del regimiento al verlo subir a la tribuna sin papel. “Yo no tengo discurso escrito”, le dijo Chávez. Y empezó a improvisar. Fue un discurso breve, inspirado en Bolívar y Martí, pero con una cosecha personal sobre la situación de presión e injusticia de América Latina transcurridos doscientos años de su independencia. Los oficiales, los suyos y los que no lo eran, lo oyeron impasibles. Entre ellos los capitanes Felipe Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández, simpatizantes de su movimiento. El comandante de la guarnición, muy disgustado, lo recibió con un reproche para ser oído por todos:
“Chávez, usted parece un político”. “Entendido”, le replicó Chávez.
Felipe Acosta, que medía dos metros y no habían logrado someterlo diez contendores, se paró de frente al comandante, y le dijo: “Usted está equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún político. Es un capitán de los de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo en su discurso se mean en los pantalones”.
Entonces el coronel Manrique puso firmes a la tropa, y dijo: “Quiero que sepan que lo dicho por el capitán Chávez estaba autorizado por mí. Yo le di la orden de que dijera ese discurso, y todo lo que dijo, aunque no lo trajo escrito, me lo había contado ayer”. Hizo una pausa efectista, y concluyó con una orden terminante: “¡Que eso no salga de aquí!”.
Al final del acto, Chávez se fue a trotar con los capitanes Felipe Acosta y Jesús Urdaneta hacia el Samán del Guere, a diez kilómetros de distancia, y allí repitieron el juramento solemne de Simón Bolívar en el monte Aventino. “Al final, claro, le hice un cambio”, me dijo Chávez. En lugar de “cuando hayamos roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”, dijeron: “Hasta que no rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo por voluntad de los poderosos”.
Desde entonces, todos los oficiales que se incorporaban al movimiento secreto tenían que hacer ese juramento. La última vez fue durante la campaña electoral ante cien mil personas. Durante años hicieron congresos clandestinos cada vez más numerosos, con representantes militares de todo el país. “Durante dos días hacíamos reuniones en lugares escondidos, estudiando la situación del país, haciendo análisis, contactos con grupos civiles, amigos. “En diez años -me dijo Chávez- llegamos a hacer cinco congresos sin ser descubiertos”.
A estas alturas del diálogo, el Presidente rió con malicia, y reveló con una sonrisa de malicia: “Bueno, siempre hemos dicho que los primeros éramos tres. Pero ya podemos decir que en realidad había un cuarto hombre, cuya identidad ocultamos siempre para protegerlo, pues no fue descubierto el 4 de febrero y quedó activo en el Ejército y alcanzó el grado de coronel. Pero estamos en 1999 y ya podemos revelar que ese cuarto hombre está aquí con nosotros en este avión”. Señaló con el índice al cuarto hombre en un sillón apartado, y dijo: “¡El coronel Badull!”.
De acuerdo con la idea que el comandante Chávez tiene de su vida, el acontecimiento culminante fue El Caracazo, la sublevación popular que devastó a Caracas. Solía repetir: “Napoleón dijo que una batalla se decide en un segundo de inspiración del estratega”. A partir de ese pensamiento, Chávez desarrolló tres conceptos: uno, la hora histórica. El otro, el minuto estratégico. Y por fin, el segundo táctico. “Estábamos inquietos porque no queríamos irnos del Ejército”, decía Chávez. “Habíamos formado un movimiento, pero no teníamos claro para qué”. Sin embargo, el drama tremendo fue que lo que iba a ocurrir ocurrió y no estaban preparados. “Es decir -concluyó Chávez- que nos sorprendió el minuto estratégico”.
Se refería, desde luego, a la asonada popular del 27 de febrero de 1989: El Caracazo. Uno de los más sorprendidos fue él mismo. Carlos Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia con una votación caudalosa y era inconcebible que en veinte días sucediera algo tan grave. “Yo iba a la universidad a un postgrado, la noche del 27, y entro en el fuerte Tiuna en busca de un amigo que me echara un poco de gasolina para llegar a la casa”, me contó Chávez minutos antes de aterrizar en Caracas. “Entonces veo que están sacando las tropas, y le pregunto a un coronel: ¿Para dónde van todos esos soldados? Porque que sacaban los de Logística que no están entrenados para el combate, ni menos para el combate en localidades. Eran reclutas asustados por el mismo fusil que llevaban. Así que le pregunto al coronel: ¿Para dónde va ese pocotón de gente? Y el coronel me dice: A la calle, a la calle. La orden que dieron fue esa: hay que parar la vaina como sea, y aquí vamos. Dios mío, ¿pero qué orden les dieron? Bueno Chávez, me contesta el coronel: la orden es que hay que parar esta vaina como sea. Y yo le digo: Pero mi coronel, usted se imagina lo que puede pasar. Y él me dice: Bueno, Chávez, es una orden y ya no hay nada qué hacer. Que sea lo que Dios quiera”.
Chávez dice que también él iba con mucha fiebre por un ataque de rubéola, y cuando encendió su carro vio un soldadito que venía corriendo con el casco caído, el fusil guindando y la munición desparramada. “Y entonces me paro y lo llamo”, dijo Chávez. “Y él se monta, todo nervioso, sudado, un muchachito de 18 años. Y yo le pregunto: Ajá, ¿y para dónde vas tú corriendo así? No, dijo él, es que me dejó el pelotón, y allí va mi teniente en el camión. Lléveme, mi mayor, lléveme. Y yo alcanzo el camión y le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde van? Y él me dice: Yo no sé nada. Quién va a saber, imagínese”. Chávez toma aire y casi grita ahogándose en la angustia de aquella noche terrible: “Tú sabes, a los soldados tú los mandas para la calle, asustados, con un fusil, y quinientos cartuchos, y se los gastan todos. Barrían las calles a bala, barrían los cerros, los barrios populares. ¡Fue un desastre! Así fue: miles, y entre ellos Felipe Acosta”. “Y el instinto me dice que lo mandaron a matar”, dice Chávez. “Fue el minuto que esperábamos para actuar”. Dicho y hecho: desde aquel momento empezó a fraguarse el golpe que fracasó tres años después.
El avión aterrizó en Caracas a las tres de la mañana. Vi por la ventanilla la ciénaga de luces de aquella ciudad inolvidable donde viví tres años cruciales de Venezuela que lo fueron también para mi vida. El presidente se despidió con su abrazo caribe y una invitación implícita: “Nos vemos aquí el 2 de febrero”. Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más.
(Tomado de Revista Temas)
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Carta de Gabo antes de morir
Las últimas palabras de Gabriel García Márquez que quedaron impregnadas en papel y en el corazón del mundo que siguió su vida literaria.
Ganador del Premio Nobel deja un enorme legado y profundo vacío en el mundo literario.
Voz de América - Redacción
17.04.2014
Debido al deterioro de su salud, el escritor Gabriel García Márquez anunció su retiro de la vida pública en noviembre de 2013 con una carta donde detalla lo que haría si le "regalaran un trozo de vida" como presagio de su muerte.
“Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, aprovecharía ese tiempo lo más que pudiera. Posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo.
Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.
Dormiría poco, soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz.
Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen.
Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando descubierto, no solamente mi cuerpo, sino mi alma.
A los hombres les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.
A un niño le daría alas, pero le dejaría que él solo aprendiese a volar.
A los viejos les enseñaría que la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido.
Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres… He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña, sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada.
He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado por siempre.
He aprendido que un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse.
Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero realmente de mucho no habrá de servir, porque cuando me guarden dentro de esa maleta, infelizmente me estaré muriendo.
Trata de decir siempre lo que sientes y haz siempre lo que piensas en lo más profundo de tu corazón.
Si supiera que hoy fuera la última vez que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría al Señor para poder ser el guardián de tu alma.
Si supiera que estos son los últimos minutos que te veo, te diría “Te Quiero” y no asumiría, tontamente, que ya lo sabes.
Siempre hay un mañana y la vida nos da siempre otra oportunidad para hacer las cosas bien, pero por si me equivoco y hoy es todo lo que nos queda, me gustaría decirte cuanto te quiero, que nunca te olvidaré.
El mañana no lo está asegurado a nadie, joven o viejo. Hoy puede ser la última vez que veas a los que amas. Por eso no esperes más, hazlo hoy, ya que si mañana nunca llega, seguramente lamentaras el día que no tomaste tiempo para una sonrisa, un abrazo un beso y que estuviste muy ocupado para concederles un último deseo.
Mantén a los que amas cerca de ti, diles al oído lo mucho que los necesitas, quiérelos y trátalos bien, toma tiempo para decirles, “lo siento” “perdóname”, “por favor”, “gracias” y todas las palabras de amor que conoces.
Nadie te recordará por tus nobles pensamientos secretos. Pide al Señor la fuerza y sabiduría para expresarlos.
Finalmente, demuestra a tus amigos y seres queridos cuanto te importan".
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Eduardo Galeano: Cómo duele la muerte del Gabo
Caricatura de Forges.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano, autor de Las venas abiertas de América Latina, expresó congoja por la muerte de su amigo Gabriel García Márquez, fallecido el jueves a los 87 años, y llamó a recordarlo a través de su obra.
“Hay dolores que se dicen callando. Se dicen callando, pero duelen igual. Cómo nos duele la muerte del ‘Gabo’ García Márquez”, dijo en una entrevista telefónica desde Rio de Janeiro con el programa Telenoche de Canal 13 de Argentina la noche del jueves.
“Lo que más duele está en las bellas palabras que la muerte nos ganó de mano y nos robó. Yo creo que ellas, las palabras robadas, se escapan a la menor distracción, huyen de las páginas de los libros de Gabo y se nos sientan al lado en algún café de Cartagena o Buenos Aires o Montevideo. O aquí, en Río de Janeiro”, dijo.
Acongojado por la noticia de la muerte de su amigo colombiano, prefirió no explayarse acerca de la profunda relación que los unía.
“Yo estoy en contra de ‘la inflación palabraria’, a mí me gusta decir con poco. Lo que yo tengo que decir sobre él y la amistad que nos unió está dicho en estas pocas palabras”, se excusó.
El autor llamó a celebrar la obra de García Márquez y recordarlo a través de la magia de sus personajes.
“Juntos bebamos más de una copa a la salud del saludable Gabo para reírnos juntos, porque vivo seguirá mientras sus palabras vivan y rían y digan”.
Periodista, narrador y ensayista, Galeano ganó reconocimiento por su obra de 1971 “Las venas abiertas de América Latina”, en la que denunció la opresión en el continente, libro que fue traducido a una veintena de idiomas.
García Márquez, Nobel de Literatura y autor de la obra maestra “100 años de soledad”, falleció el jueves a los 87 años en su vivienda de Ciudad de México. Su familia aún no ha informado si sus restos reposarán en esta ciudad o en su país natal.
(Con información de AFP)
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García Márquez ingresa a la inmortalidad
Por: Gloria Inés Ramírez, senadora de la República
El pasado 17 de abril murió en su residencia en ciudad de México el insigne escritor y periodista colombiano, Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.
Este infausto suceso ha dado lugar a las manifestaciones más diversas, que van desde quienes lamentan su desaparición como una gran pérdida para nuestro país y le rinden un sincero homenaje, hasta los que no son capaces de disimular la alegría que les produce su muerte, pasando por la variada gama de los aduladores, los hipócritas y los oportunistas.
Como escritor, García Márquez ascendió a las más elevadas cumbres de las letras, de lo cual es prueba irrefutable el Premio Nobel de Literatura, lo mismo que la opinión autorizada de los más grandes literatos de nuestro tiempo a lo largo y ancho del mundo.
Fue dueño de un pensamiento avanzado y, a diferencia de algunos escritores de su época que terminaron en las toldas de la derecha, mantuvo durante toda su vida una posición progresista coherente y jamás permitió que la oligarquía colombiana lo utilizara para ponerlo al servicio de sus intereses.
Fue amigo de Cuba y se desempeñó como corresponsal de la agencia cubana de noticias Prensa Latina en Nueva York, de donde tuvo que salir hacia México por amenazas de los contrarrevolucionarios radicados en Estados Unidos.
Acompañó al general Omar Torrijos en la lucha por la recuperación de la soberanía de Panamá sobre la zona del Canal. Estuvo al lado de los pueblos en las luchas contra las dictaduras militares que por largo tiempo asolaron a América Latina y El Caribe con el apoyo de los gobiernos de Estados Unidos.
En Colombia, fundó con algunos intelectuales la Revista Alternativa, que se convirtió en una tribuna del pensamiento progresista y de izquierda, y fue siempre un demócrata integral y un luchador consecuente por la paz.
Todas estas posiciones le granjearon el odio, a veces mal disimulado, de los sectores más derechistas de la oligarquía.
A comienzos de los años 80 del siglo pasado, el reaccionario gobierno de Turbay Ayala expidió el llamado “Estatuto de Seguridad” a cuyo amparo se desató una oleada de allanamientos, detenciones y torturas que provocaron un escándalo mundial-
y que hicieron blanco de la persecución a destacadas figuras del arte y la cultura, entre ellas, la escultora Feliza Bursztyn, el poeta nacional Luís Vidales y García Márquez, a quien los extremistas de la derecha y los militares acusaban calumniosamente de tener vínculos con el M-19.
El fantasma del Ministro de Propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, reencarnado en el militarismo colombiano volvía a repetir “Cada vez que oigo la palabra cultura, desenfundo mi pistola”.
Son estas las verdaderas razones que llevaron a nuestro más grande escritor a buscar refugio en México, hecho que él mismo explicó en su momento diciendo “Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad”.
Son las razones que esconden cuidadosamente los fascistas, a quienes ni siquiera la muerte de García Márquez les produce un poco de respeto.
Gabriel García Márquez es, sin ninguna duda, uno de los más grandes colombianos de todos los tiempos, por lo que expresamos nuestra admiración por su vida y obra, nos inclinamos respetuosos y adoloridos ante su tumba y le rendimos nuestro modesto pero sentido homenaje. Fotos: Latam y Notimundo. |
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