Tema de actualidad: Muere Gabriel García Márquez
Miguel Bas
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“Un caucásico cejudo y narizudo, que no habla ruso y dice que se llama Gabriel García Márquez”
Las relaciones de Gabo y la URSS fueron complicadas. El enorme atractivo que el joven escritor y periodista, impregnado de ideales marxistas, sentía hacia el primer país donde habían triunfado, fue sustituyéndose por la sorpresa, cuando en 1957 visitó por primera vez estas tierras.
Luego, ya en 1985, fue la indignación por la violación de sus derechos de autor y la censura soviética, que esquilmó de su “Cien años de soledad” todo vestigio de erotismo, la que quedó totalmente borrada por la admiración hacia el elenco de un teatro que había puesto sus “Cien años” en escena, por supuesto, también sin autorización alguna del autor.
Todo empezó en verano de 1957, cuando un tren repleto de extranjeros cruzó la frontera soviética.
Más tarde Don Gabo, que estaba en aquel tren, contaba con ganas y humor aquel primer encuentro con la URSS y los soviéticos.
Como diría el periodista y escritor español Daniel Utrilla, “cuando Gabo 'alunizó' en Moscú apenas faltaban tres meses para que la URSS pusiera en órbita el primer satélite artificial (sputnik); (…) se encontró a un pueblo estrábico, con un ojo puesto en la conquista del espacio y otro en la supervivencia terrenal”.
Nada más acercarse al andén de la primera estación soviética, Brest, los viajeros se dieron cuenta que el personal del tren había cerrado las puertas a cal y canto y no podrían por tanto pisar allí por primera vez la tierra soviética. Poco después, al ver las fervorosas multitudes que desde el andén los aclamaban como a estrellas y bombardeaban con ramos de flores, chocolatinas y hasta botellas de champán, se alegrarían de tamaña precaución.
El entusiasmo de la gente y su empeño por agasajar a los extranjeros eran tales que incluso cuando el tren empezó su marcha por las ventanas seguían tirando regalos.
“Un joven con una bicicleta en la mano y tendiéndome la otra corría tras mi ventanilla. Pensé que quería saludarme, pero cuando le tendí la mía, me vi con su bicicleta en la mano, y el tren acelerando”, contaba.
La continuación de la historia de cómo se deshizo de la bicicleta fue variando luego, pero el preámbulo de que “el ruso por un amigo lo da todo” permaneció invariable.
Más tarde escribiría que “aquello era como haber penetrado en una nación de locos que inclusive para el entusiasmo y la generosidad habían perdido el sentido de las proporciones… Uno se detenía a comprar un helado en Moscú y tenía que comerse veinte".
A partir de ahí comenzaron las sorpresas y, paso a paso, García Márquez se fue convenciendo que el Nuevo Mundo ya no era América, el Nuevo Mundo era ese, el de “22.400.000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola” y donde casi nadie sabía quién era Marilyn Monroe.
También le sorprendió que no hubiera cafés en el Moscú que él vio y que calificó de “la mayor aldea del mundo”, y no tanto el metro de Moscú, “eficaz, confortable y muy barato”, como sus pasajeros que, el invariable libro en mano, lo convertían en “la mayor biblioteca del mundo”.
En fin, lean ese magnífico “URSS: 22.400.000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola” y verán que García Márquez les sorprenderá no menos que a sus lectores del lejano 1957.
Otro encuentro de Gabo y la URSS se produjo ya en 1985, a contados seis años del fin de la URSS, y si bien el primer contacto se debió a la curiosidad y la atracción, éste fue producto de la ira.
En 1983 una editorial soviética publicó al fin los ”Cien años”, arrancado sin piedad todos los episodios capaces de dar pie a la más mínima imaginación erótica.
Gabo, que por entonces vivía en Cuba y en 1985 fue invitado por Fidel Castro a la recepción en honor a Mijaíl Gorbachov, no dudó en aprovechar la oportunidad por volcar al líder soviético todas sus iras. El líder de la “perestroika” por su parte, en aquel momento no encontró más que invitar al famoso escritor a asistir al Festival Internacional de Cine en Moscú.
García Márquez apagó en lo posible su irritación, aprovechó la invitación y volvió a Moscú. Ya el primer día del festival se le acercó una señora para invitarlo a un ensayo al teatro del que era directora.
La obra era “Cien años de soledad”, la tormenta estalló con mayor ímpetu y ella tuvo que escuchar todo lo que el indignado autor no llegó a decir a Gorbachov y mucho más.
Más tarde, sin embargo, Gabo se sintió molesto por su desenfreno, por lo que tuvo que escuchar la “pobre mujer”, más aún en un país donde los derechos del autor eran algo efímero por cuanto la cultura, tal y como soñaba él mismo, era “patrimonio de la humanidad”.
En fin, que llamó a su intérprete, cogió un taxi y se fue al teatro.
Fue entonces, cuando en medio del ensayo al director Viacheslav Spesívtsev se le acercó el guardia del teatro para contarle eso de que a las puertas estaba “un caucásico cejudo y narizudo, que no habla ruso y dice que se llama Gabriel García Márquez”.
Tras cierta incertidumbre, pues la primera idea del director fue que tenía a las puertas a un loco, don Gabo entró. Luego, una vez terminado el ensayo, cuando Spesívtsev se le acercó, le tendió callado un programa del espectáculo, en el que con su puño y letra había escrito: “autorizo a este director a poner en escena cualquiera de mis obras”.
Tras su regreso a América Latina compartiría, por lo visto, sus impresiones pues, inesperadamente, en 1993, el elenco de Spesívtsev fue invitado a presentar sus “Cien años” en Cuba y México.
Hasta el viaje quedaba menos de un mes, pero el director decidió que gran parte de la función debía transcurrir en español. “Es imposible”, le dijeron los profesores, pero él insistió en que sus actores son profesionales y aprenderán lo que sea necesario. Tal vez tenía razón, pues de México su equipo regresó con el premio de un festival teatral.
Fuera de todas las anécdotas, amores e iras, queda la indiscutible afinidad entre García Márquez y sus lectores de Rusia, inexplicable a quien la ve desde la distancia y clara para quien la siente.
“El realismo mágico de García Márquez “en muchos aspectos se parecía a la realidad soviética, a veces bastante absurda, por lo tanto, siempre le apreciaremos”, resume Andréi Kofman, doctor en Letras, escritor ruso y gran enamorado de la literatura latinoamericana.