Todos los días de este mundo, Violeta, mi vecina y mensajera de la comunidad, se queja de la mala calidad del pan que recibe a través de la bodega. “Mire para eso lo chiquito y prieto que está, no sirve ni para los pollos”, dice con toda razón.
Según ella, se ha quejado en la tienda, lo ha dicho en la Asamblea de Rendición de Cuentas y en cuanto escenario ha podido, pero nada, el problema sigue ahí.
Y así sucede con varias situaciones que parecen ser vitalicias, como el hueco de la esquina, el carnicero que te roba y luego expende el producto por detrás del telón, el funcionario que esconde los boletines y luego los vende a quien más pague por ellos, o aquel trabajador de servicios que nunca posee las piezas necesarias para arreglar un equipo, las cuales tiene “de manera casual”, un amigo suyo, por solo citar algunos de los hechos que ocurren de manera frecuente ante nuestras narices.
Las causas de esas anomalías están en el descontrol, la inercia y la pasividad de quienes debieron resolver a tiempo esas situaciones que tanto afectan la vida de la población, y que, al no enfrentarlas, hicieron que dichos fenómenos perduraran en el tiempo más allá de lo permisible, creando un clima de desconfianza y de falta de credibilidad en determinadas instituciones.
Cómo es posible que con igual harina, unas panaderías confeccionen un pan de calidad y otros una masa inservible. Por qué continuar permitiendo el maltrato en los servicios, la estafa en los mercados, el robo de los almacenes, las actitudes fraudulentas y un sin fin de situaciones que a diario se presentan y nos amargan la vida.
Resulta muy dañina la práctica de acostumbrarse a ver, como algo normal lo que no anda bien. Por ese camino, se han ido perdiendo muchísimos valores que siempre nos acompañaron, los cuales fueron sustituidos por la apatía y la indolencia de algunos, un proceso que debe ser revertido en el plazo más breve posible, antes de que se convierta en un mal crónico.
A estas alturas, no resulta saludable adoptar la posición del avestruz, de esconder la cabeza para no ver los problemas. Lo que corresponde es resolverlos y enfrentarlos de la única forma posible, que cada quien cumpla lo que le toca, incluyendo aquellos responsabilizados con velar porque no ocurran tales desatinos.
No creo que estos sean tiempos de tantos discursos o de largas arengas para continuar recordando que la resolución de esos trances incumbe a todos, lo cual no significa renegar del trabajo con las masas. La vida ha demostrado que no siempre los llamados colectivos caen en tierra fértil. Cada una de esas situaciones tiene responsables y a ellos corresponde, como se dice en buen cubano, ponerle el cascabel al gato.
Cuba cambia y se renueva en su afán por resolver viejos dilemas económicos que han dejado su huella en la forma de ser y de actuar de algunas personas. Ahora, lo que se impone es acompañar esos esfuerzos con una conducta diferente, o de lo contrario, podremos levantarnos un día con todos los problemas materiales resueltos, pero con una gran deuda espiritual difícil de saldar.