“No vayas a por el ace, simplemente ponle más revoluciones a cada saque. Tira con tu derecha a la esquina. Revienta a la bola. Ve a por ella”.
La frase sería imposible en el tenis masculino, donde los puristas siguen defendiendo el deporte de la raqueta como un combate individual, raqueta contra raqueta, sin intermediarios, consejeros ni apoyos externos. En la final del Mutua Madrid Open, sin embargo, Maria Sharapova tiene la oportunidad de pedirle a Sven Groeneveld, su técnico, que se siente con ella en el banquillo y le aconseje. Esos cinco minutos cambian el partido. La rusa pasa de entrar en el debate con Simona Halep a intentar desarbolarla por fuerza. Se acaban los peloteos. Empieza el tiroteo. Sharapova, abrumada en la primera manga, vence.
No hay cuestión más beneficiosa para los organizadores del tenis masculino que la de las sanciones a los tenistas por escuchar a sus entrenadores. Las multas, de varios miles de euros, son frecuentes en todos los torneos. Cada jugador configura con su entrenador un sistema de señales y sonidos que sirve de instrucción sin que medie palabra, no vaya a ser que llegue el castigo. Los jueces de silla, que al fin y al cabo no hablan todos los idiomas que existen en el mundo, acaban fiándose de su instinto a la hora de decidir si sancionan lo que bien puede ser un “vamos” pronunciado en checo o una instrucción sencilla.
Mientras el circuito masculino se resiste al cambio, provocando que las toallas se conviertan en parapetos con los que los jugadores tapan su boca mientras hablan con su técnico, el femenino aprovecha doblemente el cambio: las jugadoras ven cómo el sueldo que pagan es más productivo que el de sus compañeros y los ejecutivos ganan unos minutos preciosos para mostrarle al mundo las interioridades de su deporte, las tácticas, las emociones, lo que puede llegar a cambiar un partido. “Maria”, dijo Groeneveld, que entre otros fue el mentor de Fernando Verdasco; “cada drive, a la esquina, no pelotees”. Y Maria ganó el título.